Cardeal Leon Joseph Suenens
LA RENOVACIÓN CARISMÁTICA
(1974)
ORIENTACIONES TEOLÓGICAS Y
PASTORALES
INTRODUCCIÓN
En
nuestro tiempo la Renovación Carismática se extiende en el mundo entero. Con el
fin de ayudar a todos los que tienen que emitir un juicio o tomar una decisión
sobre ella, el Cardenal Suenens ha reunido en Malinas (Bélgica), del 21 al 26
de mayo de 1974, a un pequeño equipo internacional de teólogos y dirigentes
laicos (1). Estos han intentado dar una serie de orientaciones teológicas y
pastorales en respuesta a algunas de las inquietudes más frecuentes en la
materia. Son perfectamente conscientes de la imperfección del documento que,
lejos de ser definitivo, requerirá un estudio más profundo en numerosos puntos.
Las
preguntas en relación con la Renovación Carismática son tan diferentes que es
difícil discernir las que deben contestarse en primer lugar. Aunque algunas
personas comprometidas en la Renovación se expresarían, sin duda, de forma
distinta, pensamos que el documento representa, con todo, una línea teológica y
pastoral suficientemente admitida. Teólogos de diversos países han revisado el
documento y han enviado sus sugerencias (2)a lo que se propone como un ensayo
de respuesta a los principales problemas suscitados por la Renovación
Carismática y por su integración en la vida de la Iglesia.
A)
LA RENOVACIÓN CARISMÁTICA
1.
Nacimiento y difusión
En
1967 un grupo de profesores y estudiantes de Estados Unidos experimentaron una
asombrosa renovación espiritual acompañada de la manifestación de un cierto
número de «carismas» mencionados por san Pablo en su primera Carta a los
Corintios (3). Así se inició lo que actualmente se conoce como «la Renovación
Carismática Católica», una renovación que se ha extendido por diversas regiones
del Mundo, y cuyos efectivos, en algunos países, se doblan cada año. Laicos,
religiosos, sacerdotes y obispos se sienten comprometidos. La primera
Conferencia Internacional de dirigentes, celebrada en 1973 en el convento de
las Misioneras Franciscanas de María de Grottaferrata, en las afueras de Roma,
ha reunido a delegados de treinta y cuatro países. Otra señal de la creciente
importancia de la Renovación, es el número de revistas teológicas que publican
artículos doctrinales al respecto. Equipos locales editan libros y boletines
sobre la Renovación, y algunas revistas consagradas al movimiento, como New
Covenunt en los Estados Unidos y Alabaré en Puerto Rico, tienen difusión
internacional. Observadores de la vida religiosa ven en la expansión de la
Renovación Carismática la manifestación de un nuevo dinamismo en la vida de la
Iglesia.
Muchos
son los que, sin estar implicados en esta forma de renovación, comprueban el
cambio operado en la vida de los que se han comprometido en ella. Entre los
frutos de la Renovación es preciso señalar, de forma especial, el
redescubrimiento de una relación personal con Jesús, Señor y Salvador, y con su
Espíritu. El poder del Espíritu opera una conversión profunda, transforma la
vida de muchos y se manifiesta en la voluntad de servicio y de testimonio. A
pesar de su carácter profundamente personal esta nueva relación con Jesús,
lejos de ser un asunto privado e intimista, orienta hacia la comunidad, provoca
una comprensión nueva del misterio de la Iglesia y favorece una adhesión leal a
su estructura sacramental y a su magisterio.
Como
el movimiento bíblico y litúrgico, la Renovación Carismática suscita ese amor
por la Iglesia que intenta para ella una renovación en la fuente de su vida: la
gloria del Padre, el señorío del Hijo y el poder del Espíritu Santo.
2.
Contexto eclesial
Una
de las enmiendas más significativas que se hicieron en los esquemas
preparatorios de la Constitución sobre 1ª Iglesia en el Concilio Vaticano II,
se refería al papel del Espíritu Santo. En la Constitución Lumen Gentium el día
de Pentecostés se presenta como decisivo para la Iglesia, la cual tiene, en
efecto, «acceso al Padre por medio de Cristo en el único Espíritu» (n- 4).
Es
el Espíritu el que asegura a la Iglesia «la unidad en la comunión y en el
servicio» (ibidem, 4) y distribuye a los fieles las gracias necesarias para la
renovación y el desarrollo de la Iglesia, porque el Espíritu es un don que se
da siempre «en vista del bien común» (1 Cor 12, 7). Las gracias más
sorprendentes como las más sencillas, se ajustan siempre a las necesidades de
la Iglesia. El Papa Pablo VI se ha hecho eco de esta enseñanza en la audiencia
general del 29 de noviembre de 1972: «La Iglesia necesita sentir de alguna
forma, desde lo más profundo de sí misma, la voz suplicante del Espíritu Santo,
que en nuestro interior ora con nosotros y para nosotros con «inefables
gemidos» (Rom 8, 26)(4) . Durante la audiencia del 23 de mayo de 1973 volvió a
tocar este tema: «Todos nosotros debemos abrirnos al soplo misterioso del
Espíritu Santo»(5)
Los
que están comprometidos con la Renovación han experimentado los carismas de los
que habla la Lumen Gentium y el soplo misterioso del Espíritu. Experimentan que
han sido introducidos, como individuos y como comunidad, en una relación de fe
personal con Dios, experiencia que engendra en ellos «un sentido más vivo de lo
divino» (Gaudium et Spes, 7).
El
carácter especial de esta experiencia manifiesta la naturaleza eclesial de los
carismas, que se relaciona, de una parte con las estructuras vivientes de la
Iglesia y con su ministerio, de otra, con la experiencia individual de Dios
.(6)
Ésta
es la razón por la que la Renovación ha reaccionado contra una atención
excesiva prestada a la interioridad y a la subjetividad individuales. En
términos sacramentales se puede decir que el movimiento carismático se funda
sobre la renovación de lo que nos constituye en Iglesia, es decir, los
«sacramentos de la iniciación cristiana»: bautismo, confirmación y
eucaristía.(7) El Espíritu Santo, recibido en la iniciación, es acogido de
manera más profunda tanto a nivel personal como comunitario, de forma que una
«metanoia» (conversión) continua se opera a lo largo de la vida cristiana.
La
experiencia que está en la base de la Renovación comienza por un «ver y oír»
(Hech 2, 33; 1 Jn 1, 1-3) y se comunica a un grupo o a una persona, por una fe
que rinde testimonio del señorío de Cristo por el poder del Espíritu. Cuando
leemos en los Hechos que los que escucharon la predicación de Pedro «sintieron
el corazón traspasado», el autor ha querido decir que fueron tocados en todo su
ser: cuerpo, espíritu, inteligencia, afectividad, voluntad, por la palabra
carismática del apóstol.
Nosotros
entendemos por «carisma» un don interior, una aptitud liberada por el Espíritu,
revestida de fuerza por Él y puesta al servicio de la edificación del Cuerpo de
Cristo. Cada cristiano posee uno o varios carismas que sirven para el
ordenamiento y el ministerio de la Iglesia; estos forman parte integrante de la
vida eclesial, pero deben estar sostenidos por una realidad más fundamental: el
amor de Dios y del prójimo (1 Cor 13). Este amor-caridad da valor a todo
ministerio; sin él los carismas estarían «vacíos».
La
Renovación Carismática no pretende promover una vuelta simplista, desprovista
de todo sentido histórico, a una Iglesia neotestamentaria idealizada. Reconoce,
sin embargo, el papel único de las comunidades del Nuevo Testamento y pretende
continuar en la tradición que llama a todos los hombres a la conversión y al
Reino. Cualesquiera hayan sido las formas anteriores de renovación, la
«Renovación Carismática» de la que hablamos quiere situarse en la tradición
católica, originada por la palabra de los profetas y de los apóstoles de la
Iglesia primitiva, el testimonio de los mártires, la predicación de las órdenes
religiosas de la Edad Media, los ejercicios espirituales de san Ignacio, la
práctica de las misiones parroquiales, el movimiento litúrgico y otros
«movimientos» apostólicos y espirituales. Aunque se distingue de ellos por
algunos acentos que le son propios la Renovación Carismática pretende también
lanzar a todos los hombres la misma llamada a la conversión y liberar al
«creyente incrédulo», cautivo sin que lo sepa de un ateísmo del alma y del
corazón.
B)
FUNDAMENTO TEOLÓGICO
1.
La vida intratrinitaria y la experiencia cristiana
El
fundamento teológico de la Renovación es esencialmente trinitario. Nadie ha
visto jamás al Padre (cf. Jn 1, 18), ni podrá verlo en esta vida, porque
«habita en una luz inaccesible» (1 Tim 6, 16; 1 Jn 4, 12, 20). Sólo el Hijo ha
visto y ha escuchado al Padre (Jn 6, 46). Él es el «Testigo» del Padre. Jesús
nos dio testimonio del Padre, y el que ha visto, oído y tocado a Jesús tiene
acceso al Padre (1 Jn 1, 1-3). Después de la Ascensión de Jesús al Padre ya no
podemos verlo ni escucharlo personalmente. Pero nos ha enviado su Espíritu que
nos recuerda todo lo que hizo y dijo y lo que sus discípulos han visto y oído
(Jn 14, 26; 16, 13). No tenemos, pues, acceso al Padre por Cristo sino en el
mismo Espíritu (Ef 2, 18).
El
Padre se ha revelado como la «Persona-Fuente», Principio sin principio, cuando
descubrió su nombre a Moisés: «Yo soy el que soy». En el Nuevo Testamento Jesús
se revela como la imagen de la «Persona-Fuente» (Col 1, 15) al tomar y
aplicarse a sí mismo esta palabra de revelación (Jn 8, 24-28). El Padre y Él
son uno; el Padre está en el Hijo y el Hijo en el Padre (Jn 17, 21; cf. 10,
30). Jesús es la manifestación de «aquél que es» (2 Cor 4, 4; Hech 1, 3).
Cuando
Jesús emplea la forma «nosotros» en un sentido exclusivo (Jn 10, 30; 14, 23;
17, 21), ese «nosotros» se refiere al Padre y a Él mismo. El Espíritu procede
de ese «nosotros» y es, de manera inefable, una Persona en dos personas. El
Espíritu es el acto perfecto de comunión entre el Padre y el Hijo, y es
igualmente por el Espíritu como esta comunión puede comunicarse ad extra. La
Iglesia se define, en efecto, por su relación a esta comunión de Personas. La
identificación de Jesús y de los cristianos (Hech 9, 4 s.) no es posible sino
en virtud de la identidad del mismo Espíritu Santo en el Padre, en el Hijo y en
los cristianos (Rom 8, 9). Cristo «nos ha dado su Espíritu que, siendo único y
el mismo en la Cabeza y en los miembros da a todo el Cuerpo la vida, la unidad
y el movimiento» (Lumen Gentíum, 7). Siendo el mismo Espíritu el que permanece
a la vez en Cristo y en la Iglesia, la comunidad cristiana puede ser llamada
«Cristo» (1 Cor 1, 13; 12, 12). Los carismas son las manifestaciones de esta
inhabitación del Espíritu (1 Cor 12, 7), signos del Espíritu que habita en
nosotros (1 Cor 14, 22), y se manifiesta así de forma visible y tangible;
«Jesús ha derramado el Espíritu Santo...» (Hech 2, 33). Al final de los
tiempos, cuando el Espíritu Santo haya reunido todo en esa comunión, Cristo
«entregará el reino a Dios Padre» (1 Cor 15, 24), y la Iglesia es el inicio de
este reino (Lumen Gentium, 5).
2.
Cristo y el Espíritu Santo
Es
lícito decir que Jesús, en su humanidad, ha recibido el Espíritu y lo ha
enviado.
Jesús
ha recibido el Espíritu en plenitud, y esta efusión del Espíritu es la
inauguración de los tiempos mesiánicos, de la segunda creación. Concebido por
el poder del Espíritu Santo, Jesús viene al mundo como Hijo de Dios y como
Mesías. Y es precisamente la efusión del Espíritu en el momento de su bautismo
en las aguas del Jordán, lo que le permite asumir públicamente ese papel
mesiánico: «Cuando Jesús salía del agua, los cielos se abrieron y el Espíritu,
en forma de paloma, descendió sobre Él» (Mc 1, 10). Este acontecimiento es
decisivo en la historia de la salvación. No se trata, únicamente, de la
investidura pública de Jesús como Mesías, sino de una gracia personal que le
confiere poder y autoridad con vistas a su obra mesiánica (Hech 10, 38). El
Espíritu del Señor se derrama sobre Él porque ha sido ungido para predicar la
buena nueva a los pobres (Lc 4, 18). Comentando la palabra dirigida a Juan el
Bautista: «Aquél sobre quien veas descender el Espíritu, ése es el que bautiza
en el Espíritu Santo» (Jn 1, 33), la Biblia de Jerusalén nota que «esta
expresión define la obra esencial del Mesías». Jesús recibe el Espíritu, o
mejor el Espíritu «reposa sobre Él» (Is 11, 2; 42, 1; Jn 1, 33) de manera que
Él pueda bautizar a otros en el Espíritu»(8) .
Habiéndose
ofrecido Él mismo a Dios, como víctima sin mancha, por el Espíritu eterno (cf.
Heb 9, 14), Jesús, el Señor glorificado y resucitado, envía el Espíritu.
Manando de ese cuerpo crucificado y resucitado como de una fuente inagotable,
el Espíritu se derrama sobre toda carne (Jn 7, 37-39; 19, 34; Rom 5, 5; Hech 2,
17).
Entre
Jesús y el Espíritu hay reciprocidad de relación. Jesús es aquél a quien el
Espíritu se ha dado «sin medida» (Jn 3, 34; Lc 4, 1), porque el Padre lo ha
«ungido de Espíritu y de poder» (Hech 10, 38). Es conducido por el Espíritu y
por el Espíritu el Padre lo resucita de entre los muertos (Ef 1, 18-20; Rom 8,
11; 1 Cor 6, 14; 2 Cor 13, 14). Por su parte Jesús envía el Espíritu que ha
recibido, y es por el poder del Espíritu como se llega a ser cristiano: «Si
alguien no tiene el Espíritu de Cristo, no le pertenece» (Rom 8, 9). La marca
esencial de la iniciación cristiana es la recepción del Espíritu (Hech 19,
1-7). Por otra parte es el Espíritu el que suscita la confesión de que «Jesús
es el Señor» (1 Cor 12, 3). Esta relación recíproca de Jesús y del Espíritu se
orienta a la gloria del Padre: «Es gracias a Jesús como unos y otros, en un
solo Espíritu, tenemos acceso al Padre» (Ef 2, 18).
No
se trata de confundir las funciones específicas de Cristo y del Espíritu en la
economía de la salvación. Los cristianos se incorporan a Cristo y no al
Espíritu. Inversamente es por la recepción del Espíritu como se llega a ser
«cristiano», miembro del Cuerpo de Cristo. El Espíritu es quien opera esta
comunión que constituye la unidad del pueblo de Dios. Reúne en la unidad porque
hace de la Iglesia el Cuerpo de Cristo (cf. 1 Cor 12, 3). El Espíritu realiza
esta unidad entre Cristo y la Iglesia manteniendo su distinción. Por el
Espíritu Cristo está presente en su Iglesia, y pertenece al Espíritu la función
de conducir a los hombres a la fe en Jesucristo. El Espíritu es una persona,
como el Hijo y el Padre, pero por ello no es menos el Espíritu de Cristo (Rom
8, 9; Gál 4, 6).
Es
preciso no considerar esas funciones específicas de Cristo y del Espíritu como
una vana especulación teológica. El que Cristo y el Espíritu, cada uno a su
manera, constituyan la Iglesia, debe afectar profundamente a la misión de la
Iglesia, a su liturgia, a la oración privada del cristiano, a la
evangelización, y al servicio de la Iglesia frente al mundo.
3.
La Iglesia y el Espíritu Santo
Puesto
que la Iglesia es el sacramento de Cristo (Lumen Gentium, 1), es Jesús quien,
en su relación con el Padre y con el Espíritu, determina la estructura íntima
de la Iglesia. Así como Jesús fue constituido Hijo de Dios por el Espíritu
Santo, por el Poder del Altísimo que cubrió a María con su sombra (Lc 1, 35), y
fue investido de su misión mesiánica por el Espíritu que descendió sobre Él en
el Jordán, así, de una manera análoga, la Iglesia desde su origen fue constituida
por el Espíritu Santo y manifestada al mundo en Pentecostés.
Hay
una tendencia en Occidente que da razón de la estructura de la Iglesia en
categorías «cristológicas», y hace intervenir al Espíritu Santo para que anime
y vivifique esa estructura ya previamente constituida.
Si
es verdad que la Iglesia es el sacramento de Cristo, esa concepción no puede
ser sino equivocada. Jesús, en efecto, no ha sido primeramente constituido Hijo
de Dios y después vivificado por el Espíritu para cumplir su misión; como
tampoco ha sido investido de su mesianismo y después habilitado por el Espíritu
en razón de su ministerio. De manera análoga, tanto Cristo como el Espíritu
Santo, los dos, constituyen la Iglesia; ésta es fruto de una doble misión: la
de Cristo y la del Espíritu, y esta afirmación no contradice el hecho de que la
Iglesia inaugurada en el ministerio de Jesús recibe una modalidad y una
potencia nueva en Pentecostés.
Ya
que la Iglesia es el sacramento de Cristo, es también participante de la unción
de Cristo. La Iglesia no continúa solamente la Encarnación, sino también la
unción de Cristo en su concepción y en su bautismo que se extiende a su cuerpo
místico(9) . Si la acción de la Iglesia es eficaz, si su predicación y su vida
sacramental logran sus frutos, es en virtud de esta participación en la unción
de Cristo. La comunión eclesial es igualmente una consecuencia de ello. Por
otra parte, ese mismo Espíritu que asegura la unidad entre Cristo y la Iglesia,
garantiza también la distinción: «en el Espíritu», Cristo no se sumerge en su
Cuerpo que es la Iglesia, sino que permanece como Cabeza de la misma.
4.
La estructura carismática de la Iglesia
Como
sacramento de Cristo la Iglesia nos hace partícipes de la unción de Cristo por
el Espíritu. El Espíritu Santo permanece en la Iglesia como un perpetuo
Pentecostés, y hace de ella el Cuerpo de Cristo, el pueblo de Dios, llenándola
de su poder, renovándola sin cesar, moviéndola a proclamar el Señorío de Jesús
para la gloria del Padre. Esta inhabitación del Espíritu en la Iglesia y en los
corazones de los cristianos como en un templo, es un don para toda la Iglesia:
«¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en
vosotros?» (1 Cor 3, 16; cf. 6, 19). El don primordial hecho a la Iglesia no es
otro que el Espíritu Santo mismo, con Él vienen los dones gratuitos del
Espíritu, es decir, los carismas.
El
Espíritu Santo, dado a toda la Iglesia, se hace visible y tangible a través de
los diversos ministerios, sin que se confunda con ellos. Como manifestaciones
visibles del Espíritu, los carismas se ordenan al servicio de la Iglesia y del
mundo antes que a la perfección de los individuos que los reciben. En cuanto
tales pertenecen a la misma naturaleza de la Iglesia. Está, pues, fuera de
cuestión el que un grupo o movimiento particular en el interior de la Iglesia
reivindique una especie de monopolio del Espíritu o de sus carismas.
Si
el Espíritu y sus carismas son inherentes a la Iglesia en su conjunto, son
también constitutivos de la vida cristiana y de sus diversas expresiones, tanto
comunitarias como individuales. En la comunidad cristiana no debe haber
miembros pasivos, desprovistos de función, de ministerio. «Hay diversidad de
dones, pero un mismo Espíritu; diversidad de ministerios, pero un mismo Señor;
diversos modos de acción, pero es el mismo Dios el que produce todo en todos.
Cada uno recibe el don de manifestar el Espíritu para el bien de todos» (1 Cor
12, 4-7).
En
este sentido todo cristiano es un carismático, y se encuentra, por tanto, investido
de un ministerio para servicio de la Iglesia y del mundo.
Los
carismas tienen, con todo, importancia desigual. Los que están más directamente
ordenados a la edificación de la comunidad tienen una dignidad mayor. «Ahora
bien, vosotros sois el Cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte.
Y así los puso Dios en la Iglesia, primeramente como apóstoles; en segundo
lugar como profetas; en tercer lugar como maestros; luego, el poder de los
milagros; luego, el don de las curaciones, de asistencia, de gobierno,
diversidad de lenguas» (1 Cor 12, 27-28). La igualdad de carismas y ministerios
no es propia de la vida de la Iglesia.
No
hay, pues, que oponer una Iglesia institucional a una Iglesia carismática. Como
decía san Ireneo : «Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu, y donde está
el Espíritu, allí está la Iglesia»(10) . Un mismo Espíritu, que se manifiesta
en diversidad de funciones, asegura la cohesión entre el laicado y la
jerarquía. El Espíritu y sus dones son, en efecto, constitutivos de la Iglesia
en su conjunto y en cada uno de sus miembros.
5.
El acceso a la vida cristiana
Al
hacerse cristianos, todos los creyentes participan de las mismas verdades, de
los mismos misterios. Son a la vez miembros del Cuerpo de Cristo, y del pueblo
de Dios, partícipes del Espíritu e hijos del Padre. San Pablo define al
cristiano por su referencia a Cristo y al Espíritu: «Si alguno no tiene el
Espíritu de Cristo, no le pertenece» (Rom 8, 9). En los evangelios lo que
diferencia más netamente el papel mesiánico de Jesús en relación con el
ministerio de Juan Bautista, es el hecho de que Jesús debe «bautizar en el
Espíritu Santo». Según los demás escritos apostólicos, se llega a ser miembro
del cuerpo de Cristo cuando se recibe el Espíritu por el bautismo: «Hemos sido
todos bautizados en un mismo Espíritu, para ser un solo cuerpo, judíos o
griegos, esclavos o libres» (1 Cor 12, 13).
El
Nuevo Testamento describe de formas diversas el acceso a la vida cristiana.
Siempre se opera bajo el signo de la fe; la unción de la fe precede y acompaña
la conversión (cf. 1 Jn 2, 20, 27), que consiste en «convertirse a Dios
abandonando los ídolos, para servir a Dios vivo y verdadero, y esperar así a su
Hijo Jesús que ha de venir de los cielos, a quien resucitó de entre los
muertos...» (1 Tes 1, 9-10). En el caso de un adulto, la conversión conduce al
bautismo, a la remisión de los pecados y al don de la plenitud del Espíritu.
Este proceso de la fe está admirablemente resumido en la conclusión del
discurso de Pedro el día de Pentecostés: «Convertíos y que cada uno de vosotros
se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados;
y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Hech 2, 38).
6.
Los dones del Espíritu y la iniciación cristiana
La
venida decisiva del Espíritu en virtud de la cual uno llega a ser cristiano,
está unida a la celebración de la Iniciación Cristiana (bautismo, confirmación
y eucaristía)(11) . La Iniciación Cristiana es el signo eficaz del don del
Espíritu. Al recibir en ella el Espíritu Santo el catecúmeno se convierte en
miembro del cuerpo de Cristo y se incorpora al pueblo de Dios y a la plegaria
litúrgica.
Las
comunidades cristianas primitivas no sólo celebraban la iniciación en este
espíritu(12) , sino que esperaban una transformación en la vida de los fieles.
El Espíritu Santo para ellos estaba asociado a manifestaciones de poder
transformante. No concebían que fuera posible incorporarse a Cristo y recibir
el Espíritu, sin que toda la vida cambiara. Igualmente las primeras comunidades
cristianas consideraban normal que el poder del Espíritu se manifestara con
toda la amplitud y la diversidad de sus carismas: asistencia, administración,
profecía, glosolalia, etc.; pues hay que tener en cuenta que las enumeraciones
del Nuevo Testamento no son exhaustivas (cf. 1 Cor 12, 28; Rom 12, 6-8)(13.
Esta manifestación del Espíritu en los carismas se ponía antes en relación con
la vida de la comunidad, que con la vida personal del cristiano.
Hay
que reconocer que la Iglesia en la actualidad no es suficientemente consciente
de que algunos carismas constituyen posibilidades concretas para la comunidad
cristiana, incluso si, en principio, son reconocidos como inherentes a la
estructura y a la misión de la Iglesia.
Una
forma de descubrir lo específico de la Renovación Carismática sería comparar la
vida de una comunidad cristiana de los primeros tiempos y la vida de una
comunidad cristiana contemporánea. Los cristianos de la Iglesia primitiva no se
considerarían privilegiados, en materia de carismas, en relación con sus
hermanos de épocas posteriores. Substancialmente la iniciación tal y como hoy
se celebra no difiere de la de los orígenes de la Iglesia. Tanto en una como en
otra, el don del Espíritu se pide y se recibe por la Iglesia y se manifiesta en
ciertos signos o carismas. Tan impensable es para nosotros, como lo fue para
san Pablo, que se pueda recibir el Espíritu sin recibir, al mismo tiempo,
algunos de sus dones.
Sin
embargo no se puede olvidar que existe un clima espiritual distinto en nuestras
comunidades, que las distingue de las primitivas. Esta diferencia se encuentra
en la calidad de apertura y disponibilidad a los dones del Espíritu.
Supongamos,
por ejemplo, que la gama plena de las manifestaciones del Espíritu en los
diversos carismas vaya de la A a la Z (aun cuando esto sea una comparación
inadecuada, en la medida en que parece comprometer la libertad del Espíritu
Santo que puede manifestarse en toda suerte de carismas). Supongamos también
que una sección de esa gama, delimitada por las letras A y P, comprenda los
carismas que nosotros juzgamos hoy más «normales», tales como los dones que nos
mueven a la generosidad o a la misericordia (cf. Rom 12, 8), y la otra sección,
de la P a la Z, comprendiera, por hipótesis, los dones de profecía, de
curación, de hablar en lenguas, de interpretación, etc. Es evidente, de acuerdo
con los testimonios que poseemos, que los primeros cristianos eran consciente
de que el Espíritu podía manifestarse de acuerdo con toda la gama de los
diversos carismas, y particularmente los que nosotros hemos situado en la
sección P-Z, correspondían para ellos a posibilidades reales, incluso a hechos
experimentados.
En
esto las comunidades primitivas manifiestan una diferencia en relación con
nuestras parroquias y comunidades contemporáneas. Éstas no parecen ser
conscientes de que ciertos carismas constituyen para la Iglesia posibilidades
concretas y, por tanto, no están abiertas a estas maravillas del Espíritu. Esta
falta de disponibilidad o, si se quiere, de confianza, puede afectar
profundamente a la vida y a la experiencia de una comunidad cristiana, y se refleja
en su forma de orar, en particular en su forma de celebrar la eucaristía, en su
proclamación del Evangelio y en su compromiso al servicio del mundo. Si una
comunidad impone ciertos limites a las manifestaciones del Espíritu, su vida se
encontrará necesariamente empobrecida de una u otra forma.
Que
la falta de apertura y disponibilidad pueda afectar a la vitalidad de una
iglesia local, no debe sorprender a un católico. Esta comprobación corresponde
a la doctrina relativa a las condiciones subjetivas -ex opere operantis- de la
vida sacramental. La eficacia de los sacramentos se ve afectada de alguna
manera por las disposiciones del que los recibe. Si, por ejemplo, un cristiano
recibe la eucaristía con unas disposiciones mínimas de apertura y generosidad,
no recibirá como debiera el alimento espiritual, aunque Cristo se le ofrezca en
la plenitud de su presencia y de su amor. Lo mismo sucede a nivel de toda la
comunidad cristiana con respecto a los sacramentos de la iniciación.
Hay,
con todo, que hacer una, advertencia. Si es cierto que las disposiciones
subjetivas influyen normalmente en el efecto que producen en nosotros los dones
de Dios, es preciso también añadir que el Espíritu de Dios no está jamás atado
por las disposiciones subjetivas de las comunidades o de los individuos. El
Espíritu es soberanamente libre, sopla cuando y como quiere. Puede dar, pues, a
comunidades e individuos dones para los que no están preparados. La Iglesia
debe a su iniciativa todo lo que hay en ella de vital. De todas formas sigue
siendo verdad que, de ordinario, la libre comunicación del Espíritu Santo se ve
afectada, de alguna manera, por las disposiciones subjetivas de los que lo
acogen(14) .
7.
Fe y experiencia
La
Renovación Carismática interpreta de manera positiva el papel de la experiencia
en el testimonio del Nuevo Testamento y en la vida cristiana(15) . En las
comunidades de la época neotestamentaria la acción del Espíritu Santo fue un
hecho de experiencia antes de ser objeto de doctrina. De acuerdo con los textos
podemos decir que esta experiencia se reflejaba, generalmente, en la conciencia
personal y comunitaria. El Espíritu se percibía y experimentaba de manera más o
menos inmediata: «El que os otorga, pues, el Espíritu y obra milagros entre
vosotros ¿lo hace porque observáis la ley o porque tenéis fe en la
predicación?» Gál 3, 5). «Doy gracias a Dios sin cesar por vosotros, a causa de
la gracia de Dios que os ha sido otorgada en Cristo Jesús, pues en él habéis
sido enriquecidos en todo, en toda palabra y en todo conocimiento, ...así ya no
os falta ningún don...» (1 Cor 1, 4-8).
El
Espíritu se experimentaba, igualmente, por la transformación moral que
producía: «Debemos dar gracias en todo tiempo a Dios por vosotros, hermanos
amados del Señor, porque Dios os ha escogido desde el principio para la
salvación mediante la acción salvadora del Espíritu y la fe en la verdad» (2
Tes 2, 13).
«Habéis
sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre
del Señor Jesucristo, y en el Espíritu de nuestro Dios» (1 Cor 6, 11). El
Espíritu se experimenta en la luz interior de la que es la fuente(16) :
«Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene
de Dios, para conocer las gracias que Dios nos ha otorgado» (1 Cor 2, 12). La
alegría y el fervor de la caridad se percibían, igualmente, como signos de la
presencia del Espíritu: «Éste es el fruto del Espíritu: amor, alegría, paz,
paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza» (Gál 5, 22).
«La esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros
corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5, 5).
Finalmente
el Espíritu se experimentaba en manifestaciones de poder: «...nuestro evangelio
os fue predicado no sólo con palabras, sino también con poder y con el Espíritu
Santo, con plena persuasión» (1 Tes 1, 5). «Y mi palabra y mi predicación no
tuvieron nada de los persuasivos discursos de la sabiduría, sino que fueron una
demostración del poder del Espíritu ...» (1 Cor 2, 4). Nos hemos limitado a los
escritos paulinos porque es imposible recoger aquí todos los datos del Nuevo
Testamento sobre la importancia de la experiencia religiosa en la vida
cristiana.
La
experiencia del Espíritu Santo era, a los ojos de los redactores del Nuevo
Testamento, una marca distintiva de la condición cristiana. Cuando intentaban
definirse en oposición a los no cristianos, los fieles primitivos se volvían a
ella. Ellos mismos se comprendían menos como representantes de una nueva
doctrina que como testigos de una nueva realidad: la presencia actuante del
Espíritu Santo(17) . El Espíritu era para ellos objeto de experiencia, tanto
personal como comunitaria, algo que no podían negar sin dejar, al mismo tiempo,
de ser cristianos. Es preciso, por tanto, admitir que la categoría de
experiencia inmediata de Dios en su Espíritu, es inherente al testimonio del
Nuevo Testamento.
Intentemos
determinar, de la manera más precisa posible, lo que significa esta experiencia
en el contexto en que nos movemos. No se trata, sin embargo de explorar todo el
campo de la experiencia religiosa en cuanto tal(18). Precisemos solamente que
no se trata de una experiencia provocada por el hombre. La experiencia
religiosa, en el sentido en que nosotros la entendemos aquí, es un conocimiento
concreto e inmediato de Dios que se acerca al hombre(19) . Es, por ello, el
resultado de un acto de Dios, comprendido por el hombre en su interioridad
personal, en oposición al conocimiento abstracto que puede tenerse de Dios y de
sus atributos.
No
es necesario por ello oponer inteligencia y experiencia, porque esta última
puede incluir un proceso reflexivo; ni experiencia y fe, pues ésta incluye
siempre alguna referencia a lo experimentado.
Apliquemos
lo anterior a lo que se llama, en el seno de la Renovación, «efusión del
Espíritu» o, en ciertos grupos, «bautismo en el Espíritu». Según el testimonio
de los que han vivido esta experiencia, cuando el Espíritu, recibido en la
iniciación bautismal, se manifiesta a la conciencia del creyente, éste
experimenta a menudo un sentimiento de presencia concreta. Este sentimiento de
presencia corresponde a la percepción viva y personal de Jesús como Señor. En
la mayor parte de los casos, este sentimiento de presencia está acompañado de
la experiencia de un poder espontáneamente identificado como la fuerza del
Espíritu Santo. Apropiación justificada si uno se remonta a la Escritura:
«Recibiréis la fuerza (dynamis) del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros»
(Hech 1, 8). «...A Jesús de Nazaret le ungió Dios con el Espíritu Santo y con
poder» (Hech 10, 38). «El Dios de la esperanza os colme de todo gozo y paz en
vuestra fe, hasta rebosar de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo» (Rom
15, 13; cf. 1 Cor 2, 4; 1 Tes 1, 5).
Esta
fuerza se siente en relación directa con la misión y se manifiesta como una fe
animosa, vivificada por una caridad que capacita para emprender y realizar
grandes cosas por el Reino de Dios.
Otro
reflejo característico de esta percepción, de poder y presencia, es la
intensificación de la vida de oración, con un atractivo especial por la oración
de alabanza, lo cual es para muchos un acontecimiento nuevo en su vida
espiritual.
Esta
experiencia de renovación se siente a veces como una especie de resurrección y
se expresa gustosamente en términos de alegría y entusiasmo. Esto no debe hacer
olvidar que, según san Pablo, la experiencia del Espíritu puede también
situarse del lado de la debilidad y de la humillación (cf. 1 Cor 1, 24-30), en
la sobriedad y la fidelidad de los ministerios «normales» (cf. 1 Cor 12, 28).
Lleva también a la experiencia de la cruz (cf. 2 Cor 4, 10) y debe realizarse
en una conversión (metanoia) continua y en la aceptación del sufrimiento
redentor.
En
resumen, esta experiencia es la de la inmediación personal del amor divino y de
la fuerza del testimonio misionero.
Los
que no conocen la Renovación sino externamente, confunden a menudo la expresión
de una experiencia profundamente personal con una especie de sentimentalismo
superficial. Conviene también insistir en que la experiencia de la fe concierne
a todo el hombre: a su inteligencia, a su voluntad, a su corporeidad, a su
afectividad. Ha existido la tendencia, en algunos medios, a situar el encuentro
con Dios solamente al nivel de una fe entendida en un sentido más o menos
intelectualista. En realidad este encuentro incluye también la parte emocional
del hombre, porque se dirige a cristianizar a la persona entera, y se extiende
hasta la afectividad más sensible.
Tal
y como lo entendemos aquí, el término de experiencia religiosa puede
verificarse en dos hipótesis: la de una experiencia decisiva, que sucede en un
momento determinado y es susceptible de datarse con precisión; o la de una
experiencia creciente, donde la presencia del Espíritu recibido en el bautismo,
se manifiesta progresivamente a la conciencia del creyente.
El
primer tipo de experiencia puede ser menos familiar a los católicos, aunque no
sea ajeno a su tradición (piénsese, por ejemplo, en el «primer tiempo» de
elección mencionado por san Ignacio en los Ejercicios Espirituales). También es
cierto que este tipo de experiencia se presta a las ilusiones, aunque pueda ser
vía auténtica de encuentro con Dios.
El
segundo tipo de experiencia el de un crecimiento progresivo hacia la unión con
Dios corresponde mejor al temperamento espiritual de numerosos católicos. Es
preciso subrayar que constituye igualmente una experiencia perfectamente válida
de maduración espiritual, no sin que deba ser también juzgada, como la
anterior, por las reglas de un sano discernimiento.
Muchos
desconfían de la experiencia religiosa, y esta desconfianza influye sobre el
juicio que se forman en relación con la Renovación Carismática. Su reacción
puede basarse, hay que reconocerlo, en una tradición espiritual que incluye
muchas advertencias contra los riesgos de ilusión en materia de gracias
extraordinarias(20).
Es
preciso, sin embargo, notar que la Renovación Carismática no se sitúa
exactamente en el mismo registro de experiencia espiritual que las gracias
místicas, en el sentido tradicional del término. Los carismas son ministerios
orientados hacia la Iglesia y hacia el mundo, antes que hacia la perfección de
los individuos. Estos ministerios comprenden los mencionados por el apóstol:
profecía, enseñanza, predicación, evangelización, etc. etc.
El
carisma de la glosolalia(21) es el menor de los dones porque es el que menos
contribuye a la edificación de la comunidad: «El que habla en lenguas, se
edifica a sí mismo», declara san Pablo (1 Cor 14, 4). Su eficacia es más de
orden personal que comunitario. Éste no es el caso de los demás carismas
mencionados por san Pablo: «A cada cual se le otorga la manifestación del
Espíritu para provecho común. Porque a uno se le da por el Espíritu palabra de
sabiduría; a otro, palabra de ciencia según el mismo Espíritu; a otro, fe, en
el mismo Espíritu; a otro, carisma de curaciones, en el mismo Espíritu; a otro,
poder de milagros; a otro, profecía; a otro, discernimiento de espíritus; a
otro, diversidad de lenguas; a otro, don de interpretarlas. Pero todas estas
cosas las obra un mismo y único Espíritu, distribuyéndolas a cada uno en
particular según su voluntad» (1 Cor 12, 7-11). «Él mismo dio a unos el ser
apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros, pastores y
maestros, para el recto ordenamiento de los santos en orden a las funciones del
ministerio, para edificación del Cuerpo de Cristo» (Ef 4, 11-12; cf. Rom 12,
6-8).
Se
puede comprobar: no se trata de gracias de oración ni de dones específicamente
ordenados a la perfección personal, sino de ministerios. Esto no significa que
los carismas estén desprovistos de elementos místicos. Incluyen una dimensión
experimental y, normalmente, una llamada a vivir una vida cristiana más
auténtica. Al abrir el alma y el corazón a una percepción más inmediata de la
presencia de Jesús y del poder del Espíritu, se convierten en fuente de
renovación de la vida de oración.
Los
carismas son, pues, esencialmente gracias ministeriales. En la medida en que
son objeto de experiencia y están unidos con gracias místicas, están sujetos a
las reglas tradicionales de discernimiento de los espíritus. Dado que
constituyen ministerios, están sujetos a las normas doctrinales y comunitarias
que regulan el ejercicio de todo ministerio en la Iglesia, es decir: la
confesión de Jesús como Señor, la distinción y la jerarquía de los ministerios,
su importancia relativa en cuanto a la edificación de la comunidad, su
interdependencia, su sujeción a la autoridad legítima y al buen orden de la
comunidad en su conjunto (cf. 1 Cor 12, 14).
Algunos
tienen una cierta prevención respecto a los carismas, a los que consideran
menos «normales» a causa de las ilusiones a las cuales pueden dar lugar. Es
cierto que siempre es bueno tener una cierta circunspección en materia de
experiencia religiosa. Pero un escepticismo sistemático en este dominio corre
el riesgo de empobrecer a la Iglesia en este aspecto experiencial de su vida en
el Espíritu, e incluso de desacreditar toda vida mística. No se puede admitir,
pues, que con el pretexto de la prudencia, se excluya lo que forma parte
integrante del testimonio de la Iglesia.
Debido
a la particular atención que concede la Renovación a la experiencia
carismática, algunos pueden tener la impresión de que se tiende a reducir a
experiencia toda la vida cristiana. Es evidente, sin embargo, que, en conjunto,
los católicos comprometidos en la renovación, reconocen la dimensión doctrinal
y la exigencia obediencial de la fe. Son conscientes de que puede ser
debilitada tanto por la tiranía de la experiencia subjetiva, como por la de un
dogmatismo abstracto o por un formalismo ritual. El progreso espiritual no se
identifica para ellos con una sucesión de experiencias gozosas, sino que hay
lugar, en el seno de la Renovación, para un caminar lleno de obscuridades y
tanteos, tanto como para rutas de alegría e iluminación. La experiencia
carismática conduce, por lo general, a una revalorización de los demás
elementos fundamentales de la tradición cristiana: la oración litúrgica, la
Sagrada Escritura, el Magisterio doctrinal y pastoral.
C)
ALGUNOS PUNTOS DE INTERÉS PARTICULAR
Lo
que hemos dicho hasta ahora sobre los fundamentos teológicos de la Renovación,
significa evidentemente que no aporta nada substancialmente nuevo a la Iglesia.
Su importancia consiste en un aumento de conciencia y de disponibilidad para
con los dones de Dios a su Iglesia, y es en este sentido como afecta
actualmente a la vida cristiana contemporánea. Una serie de carismas que no se
consideraban ya como eclesialmente estructurales -don de profecía, de
curaciones, de lenguas, de interpretación- son ahora aceptados por un número
creciente de cristianos como manifestaciones normales (aunque no exclusivas)
del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia local.
1.
El contexto teológico-cultural
Es
preciso reconocer, sin embargo, que ese resurgir de la conciencia eclesial en
el seno del catolicismo, debe mucho a diversos movimientos de renovación
espiritual originados en otras tradiciones. El necesario discernimiento debe
tener en cuenta, no sólo consideraciones de orden estrictamente teológico, sino
también la dimensión cultural del fenómeno. La forma en que los carismas se
manifiestan en los movimientos de renovación no católicos, el contexto
socio-cultural de la experiencia religiosa que representan y el lenguaje en que
se expresan, difieren generalmente del estilo cultural que caracteriza el
catolicismo. Esto no quiere decir que ese lenguaje verbal y cultural esté
desprovisto de autenticidad o de enseñanza teológica.
En
la perspectiva del presente documento, designaremos a esos estilos o formas de
experiencia cristiana, bajo el término de «cultura teológico-eclesial».
Se
trata, en concreto, de un conjunto-orgánico que incluye el sentimiento
religioso, las confesiones de fe, la liturgia, la vida sacramental, la piedad
popular, las formas de ministerios y de estructuras eclesiales, etc. Sin ser
algo estático, puesto que emerge de la experiencia viva de una comunidad en
constante evolución, de acuerdo con los lugares y los tiempos, una cultura
teológico-eclesial incluye caracteres específicos que la diferencian de las
demás, por encima de ciertas afinidades más o menos acusadas.
Estas
culturas teológico-eclesiales no son algo absoluto. No reflejan, sino
imperfectamente, la plenitud del Evangelio, y deben permanecer bajo su
criterio, como indicaba el Concilio Vaticano II hablando de la autoridad
doctrinal: «El Magisterio no está por encima de la palabra de Dios, sino a su
servicio» (Dei Verbum, 10).
Estas
diversas culturas son susceptibles de enriquecerse mutuamente. Así la cultura
teológico-eclesial del pentecostalismo clásico, o del neopentecostalismo
protestante, puede llamar la atención sobre ciertos aspectos de la vida
eclesial que no se manifiestan suficientemente en el universo cultural del
catolicismo, al menos en la vida cotidiana de las iglesias locales, a pesar de
estar presentes en el testimonio de la Escritura, de la Iglesia apostólica e
incluso en algunos representantes de la tradición católica. Sin embargo, aunque
esos aspectos pertenezcan a la tradición católica, el estilo cultural que
caracteriza la expresión de esos elementos es tal, que exigen un proceso de
reintegración y asimilación a esa tradición. En otras palabras, la cultura
teológico-eclesial del catolicismo debe permanecer abierta a las aportaciones
de otras tradiciones, así como éstas están llamadas a enriquecerse en contacto
con la nuestra.
2.
Problemas de vocabulario
a)
Terminología común en grupos católicos y protestantes
El
empleo de términos o formulaciones idénticas en contextos teológico-eclesiales
diferentes, puede producir confusión. Así en el seno del pentecostalismo
clásico («Asambleas de Dios») y del neopentecostalismo protestante
contemporáneo, términos tales como «conversión», «bautismo en el Espíritu»,
«recibir el Espíritu», «estar lleno del Espíritu», revisten significaciones
específicas(22). En el contexto católico su sentido puede ser bastante
diferente.
Por
ejemplo, los pentecostalistas clásicos y algunos neopentecostalistas
protestantes, tienen una doctrina binaria de santificación: experiencia de la
conversión y experiencia del bautismo en el Espíritu Santo. Sin entrar ahora en
una discusión crítica de esta doctrina, hay que reconocer que la doctrina
católica de la santificación se formula en términos diferentes. Según la
teología católica el don del Espíritu en su plenitud se sitúa en el inicio de
la vida cristiana, no en un momento posterior(23) . Evidentemente existen
momentos en los que algunos cristianos asumen nuevos ministerios en la
comunidad, lo que implica un nuevo tipo de relación con el Espíritu Santo, pero
eso no significa, como se afirma algunas veces, que ese momento coincida
precisamente con la efusión decisiva del Espíritu en la vida cristiana. La
aceptación de un cierto vocabulario de origen no católico supone, pues, para la
Renovación, un riesgo en materia doctrinal. Se impone en este caso un
discernimiento crítico.
b)
«Bautismo en el Espíritu» para los católicos
Entre
los católicos comprometidos en la Renovación, la fórmula «Bautismo en el
Espíritu» puede adquirir dos significaciones.
La
primera es propiamente teológica. En este sentido todo miembro de la Iglesia ha
sido bautizado en el Espíritu Santo desde el momento en que ha recibido los
sacramentos de la Iniciación Cristiana. La segunda es de orden doctrinal. Se
refiere al momento en el que la presencia del Espíritu llega a ser
experimentada en la conciencia personal. Este segundo uso del término tiene sus
partidarios, aunque hay que admitir que puede crear algunas confusiones. No es
fácil, ciertamente, substituirlo con una expresión plenamente satisfactoria.
Además
para muchos críticos venidos de fuera del movimiento, la fórmula «bautismo en
el Espíritu», parece referirse a una especie de segundo bautismo que vendría a
añadirse al bautismo sacramental. Esta impresión, debemos subrayarlo, no
corresponde con la convicción de los católicos comprometidos en la Renovación
que, como un buen número de sus colegas protestantes, reconocen con san Pablo
que no hay sino «un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo» (Ef 4, 5).
De
todas formas es exacto que, para los pentecostales clásicos y para algunos
carismáticos protestantes, el «bautismo en el Espíritu», designa una nueva
efusión del Espíritu, teológicamente más significativa que el bautismo de agua
y a menudo separada de todo contexto sacramental. Este no es, en lo que
sabemos, el caso de los carismáticos católicos, sobre todo norteamericanos, que
emplean esta expresión para designar el resurgir, en la experiencia espiritual
consciente, del Espíritu recibido en virtud de la Iniciación Cristiana. Esto se
deduce claramente de los escritos publicados, desde los primeros años de la
Renovación, por los principales dirigentes de América del Norte, pues en ellos
emplean regularmente la expresión «bautismo en el Espíritu», al igual que otras
expresiones sinónimas, tales como «renovación en el Espíritu», en relación con
el orden sacramental(24) .
c)
El «bautismo en el Espíritu» según la Escritura
En
los Estados Unidos y en el Canadá, donde la Renovación comenzó a manifestarse,
la expresión «bautismo en el Espíritu» está muy extendida. Es conveniente
señalar que la Escritura no habla de «bautismo», sino de «ser bautizado» en el
Espíritu Santo. Por otra parte, cuando, de acuerdo con el cuarto evangelio,
Juan el Bautista designa a Jesús como el que «bautizará en el Espíritu Santo»
(Jn 1, 13), parece que esta expresión no se refiere a un acto particular, sino
al ministerio mesiánico de Jesús en su conjunto.
En
los Hechos de los Apóstoles, Lucas atribuye a Jesús, cuando se apareció a sus
discípulos después de la resurrección, la siguiente promesa: «Juan ha bautizado
con agua, pero vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos
días» (Hech 1, 5; cf. 11, 16). Esta promesa se relaciona evidentemente, dentro
del contexto de los Hechos, con la experiencia de Pentecostés. Igualmente,
tanto la efusión del Espíritu sobre Cornelio y los suyos, como el bautismo que
recibe después, están narrados en términos que conectan igualmente con
Pentecostés (Hech 10, 47). Lo mismo sucede con el relato que hace Pedro del
mismo acontecimiento a la comunidad de Jerusalén: «Había empezado yo a hablar
cuando cayó sobre ellos el Espíritu Santo, como al principio había caído sobre
nosotros» (Hech 11, 15).
En
muchos lugares de este libro Lucas asocia claramente la efusión del Espíritu
con el bautismo de agua. Así, en el primer discurso de Pedro: «Convertíos y que
cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión
de vuestros pecados y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Hech 2, 38; cf. 9,
17-18; 19, 5-6). Este don del Espíritu está igualmente acompañado de
manifestaciones de orden carismático, como la glosolalia y la profecía (Hech 2,
4; 10, 46; 19, 6).
En
resumen, Lucas considera que en la experiencia de Pentecostés se cumple la
promesa de Jesús relativa al bautismo en el Espíritu Santo. Pentecostés, para
él, es el prototipo de las demás experiencias bautismales. El «bautismo en el
Espíritu» está, pues, unido siempre, para Lucas, al bautismo sacramental
recibido en la Iglesia, el cual es una especie de actualización, en beneficio
de un individuo o de una comunidad particular, del acontecimiento pentecostal.
Se
puede, de todas formas, notar que la expresión: «ser bautizado en el Espíritu
Santo», reviste una significación ecuménica. Aunque significa un contenido
teológico diferente para los católicos y los pentecostales clásicos, expresa la
innegable convergencia que se manifiesta al nivel de la experiencia espiritual.
Que existen, a pesar de todo, posibilidades de malentendidos, los dirigentes de
la Renovación Carismática lo reconocen, por lo que están siempre a la búsqueda
de un vocabulario más adecuado.
d)
Legitimidad de un pluralismo terminológico
En
éste, como en otros puntos, la experiencia norteamericana de la Renovación no
debe ser considerada como normativa. En otros lugares se ha considerado
necesario sustituir la expresión «bautismo en el Espíritu», por otras
similares. En Francia y en Bélgica se habla a menudo de «effusion» del
Espíritu; en Alemania de «Firmerneuerung»; en lengua inglesa se emplean a veces
las expresiones «release of the Spirit» o «renewal of the sacraments of
initiation». En esta búsqueda de un vocabulario adecuado, conviene vigilar para
que los vocablos empleados no dañen en exceso lo que tiene de específico la
Renovación en cuanto experiencia espiritual, es decir, el hecho de que la
fuerza del Espíritu Santo, comunicada en la Iniciación Cristiana, llega a ser
objeto de experiencia consciente y personal.
3.
¿Cómo designar la «Renovación»?
La
Renovación en cuanto tal plantea también problemas terminológicos. Desde el
punto de vista sociológico sería legítima calificarla de «movimiento». El
inconveniente de este término es que sugiere que se trata de una iniciativa
humana, de una «organización». Se procura, pues, evitarlo.
La
expresión «Renovación Carismática» se utiliza en muchos países. Tiene la
ventaja de poner de relieve una de las preocupaciones de la renovación: la
reintegración de los carismas, en toda su plenitud, en la vida «normal» de la
Iglesia, tanto local como universal. Sin embargo tiene también sus
inconvenientes. Produce en ciertos observadores la impresión de que la
Renovación tiende a apropiarse de algo que pertenece a la naturaleza misma de
la Iglesia (esto lo contestan, evidentemente, los iniciados: ellos no intentan
apropiarse los carismas, como la renovación litúrgica no pretendió apropiarse
los sacramentos y la plegaria de la Iglesia).
Otra
objeción. Algunos tienen la impresión de que el término «carismático» evoca
exclusivamente las manifestaciones menos habituales del Espíritu: glosolalia,
profecía, curación, etc., mientras los dirigentes y los teólogos de la
Renovación insisten sobre el hecho de que se trata de un redescubrimiento de la
acción del Espíritu Santo según todos sus aspectos.
En
ciertos lugares se evita la expresión «Renovación Carismática», y se prefiere
hablar de «renovación espiritual», o simplemente de «renovación». Esta opción
permite, efectivamente, ahorrarse las dificultades antes mencionadas, pero
muchos han señalado que esa expresión podría acreditar la idea de un cierto
monopolio, siendo así que existen diversas formas de renovación en la Iglesia.
En
resumen, cualquiera que sea la terminología empleada, es conveniente vigilar
para que no cree confusión en cuanto a la naturaleza y a las finalidades de la
realidad eclesial que designa. Este problema de vocabulario no está, por otra
parte, desprovisto de importancia teológica: señala, a su manera, el hecho de que,
a los ojos de los que la viven, la Renovación se conecta con la vida profunda
de la Iglesia y con lo que constituye el corazón mismo de toda vida cristiana.
4.
Discernimiento de espíritus
Cuando
se trata de un afloramiento a la conciencia y de manifestaciones sensibles de
la presencia del Espíritu, la cuestión de un discernimiento no puede dejar de
estar presente.
El
Espíritu Santo se comunica a personas concretas. La experiencia de su presencia
entra, pues, en el campo experimental de cada una de esas personas. Esta no
queda abolida, sino iluminada con una nueva luz. La experiencia de sí y la
experiencia del Espíritu se encuentran íntimamente unidas, aunque conviene no
confundirlas. A este respecto, aunque la Renovación incluye elementos de
experiencia que le son propios, no busca criterios de discernimiento distintos
de los de la teología mística tradicional.
La
enseñanza de san Pablo sobre el discernimiento en materia de carismas (1 Cor
12-14) es clara: estas manifestaciones «espirituales» deben ser atentamente
examinadas(25) . San Pablo no insinúa con ello que los carismas no tengan
importancia para la Iglesia, o que pudiera, sin daño, prescindirse de ellos.
Pero sigue siendo cierto que cada vez que alguien habla en lenguas o profetiza,
no se encuentra, automática ni necesariamente, bajo la influencia del Espíritu
Santo.
El
primer principio de discernimiento formulado por san Pablo, es el siguiente:
«...nadie, hablando por influjo del Espíritu de Dios, puede decir: ‘¡Anatema
sea Jesús!’; y nadie puede decir: ‘¡Jesús es el Señor!’ sino por influjo del
Espíritu Santo» (1 Cor 12, 3). Conviene también recordar la advertencia del
Evangelio: «No todo el que diga: Señor, Señor, entrará en el Reino de los
Cielos» (Mt 7, 21).
Trátese
de Jesús o de otras verdades de fe, las normas de rectitud moral y doctrinal,
deben aplicarse en este discernimiento que es él mismo un carisma del Espíritu
(cf. 1 Cor 12, 10; 1 Jn 4, 1-6).
Toda
la comunidad debe participar en este discernimiento y, en la comunidad, algunas
personas más particularmente cualificadas, sea por su formación teológica; sea por
su lucidez espiritual. La responsabilidad pastoral del obispo debe jugar un
papel decisivo en este discernimiento. Así está enseñado en el Vaticano II: «El
juicio sobre la autenticidad (de los carismas) corresponde a los que presiden
en la Iglesia, los cuales deben no apagar el Espíritu, sino probarlo todo y
retener lo que es bueno» (Lumen Gentium, 12).
D)
PROBLEMAS DE VALORACIÓN
Los
que tienen responsabilidad pastoral en la Renovación Carismática desean estar
informados de las cuestiones que suscita y de las dificultades que plantea. He
aquí algunas de las más importantes.
1.
¿Elitismo?
Debido
a la atención que dispensa a la experiencia religiosa y a ciertos dones
considerados menos «normales» (profecía, don de curaciones, don de lenguas) la
Renovación parece crear una clase especial en el seno de la Iglesia. Los que
han tomado conciencia de la presencia de la acción del Espíritu, y los que
ejercen algún carisma, como la profecía, son sospechosos de constituir una
categoría superior de cristianos. Ciertas personas, ajenas a la Renovación,
piensan que el hecho de tener una experiencia religiosa o ejercer un carisma es
índice de santidad. De hecho la Renovación reconoce que la presencia de un don
espiritual no constituye una prueba de madurez espiritual. Además los carismas
son considerados, por los que los gozan, como una llamada a una mayor santidad.
Como hemos dicho la Renovación no limita los carismas a una minoría; afirma más
bien que el Espíritu se da a cada uno en el bautismo y que cada Iglesia local,
al igual que la Iglesia Universal, debe permanecer abierta a todos los dones.
2.
¿Acentuación de la afectividad?
Algunos
se sienten a disgusto en presencia de una expresión demasiado personal del
sentimiento religioso. Ven en ello una forma de sentimentalismo. Ciertamente el
peligro existe, pero, en la mayor parte de los casos, no se da en la Renovación
católica un emocionalismo o afectividad excesiva. Por el contrario debemos
señalar que muchos católicos que no pertenecen a la Renovación, confunden «expresión
religiosa personal» y «expresión emocional»; identifican experiencia religiosa
y sentimentalismo, siendo así que se trata de realidades diferentes. Aunque
haya que distinguirlas la afectividad y la experiencia se superponen, la
experiencia se obtiene con todo el ser. En la cultura occidental se tiende
demasiado a reducir la expresión religiosa a actos de inteligencia y voluntad,
y se considera inconveniente el exteriorizar los sentimientos religiosos en
público, incluso moderadamente. Este intelectualismo en el culto, ha producido
una cierta esterilidad en la teología, en la predicación y en la actividad
litúrgica.
El
intelectualismo en la fe reposa, parece, sobre una concepción equivocada del
hombre, pues no es solamente la parte racional de la persona la que ha sido
salvada y llamada a dar culto a Dios. Una persona es un ser capaz de pensar, de
querer, de sentir, de amar, de temer, de esperar, y es el hombre todo entero el
que debe actuar cuando se trata de orar. Nada, en la persona, debe excluirse de
este acto. En la Biblia la alianza entre Dios y el nuevo Israel, se expresa en
términos de esponsales y la relación entre Dios y los creyentes es la de un
padre respecto a sus hijos. No es normal, por tanto, que estas relaciones se
expresen en el culto solamente en función del intelecto y la voluntad. La
alianza y la relación filial implican necesariamente una respuesta sin
restricción que compromete a la persona entera: inteligencia, voluntad,
capacidad de amar, de temer, de esperar. Por otra parte es claro que un exceso
emocional, con el pretexto de respuesta personal a Dios, rebajaría la fe del
creyente y pondría en peligro su equilibrio psíquico.
La
«Renovación» insiste particularmente sobre la dimensión personal de la fe en
los medios donde el catolicismo se presenta como un fenómeno puramente
cultural. Lo que se podría llamar un «catolicismo sociológico» se da allí donde
las formas exteriores se mantienen sin que exista un verdadero asentimiento
interior; allí donde las expresiones de fe se transmiten de unos a otros sin
que exista un verdadero compromiso personal. En la edad adulta no se puede ser
cristiano si falta el compromiso personal en la fe. Cada adulto debe asumir
personalmente el bautismo que recibió en su infancia. Este intento de favorecer
la decisión y el compromiso personal en la adhesión de fe, va de acuerdo con la
línea de actuación recomendada por el Vaticano II. La Constitución Pastoral
sobre «la Iglesia en el mundo» habla de «el espíritu crítico más agudizado que
purifica la vida religiosa de un concepto mágico del mundo y de residuos
supersticiosos y exige cada vez más una adhesión verdaderamente personal y
operante de la fe, lo cual hace que muchos alcancen un sentido más vivo de lo
divino» (Gaudium et Spes, 7).
En
algunas culturas contemporáneas, de acuerdo con las costumbres y las
conveniencias, algunos comportamientos se consideran inaceptables desde el
punto de vista social. En estas culturas profetizar, rezar en lenguas,
interpretar, curar, etc., no son actividades que las costumbres sociales
admitan ejercer a adultos maduros y responsables. Las personas que actúan de
esa forma, se alejan de las formas normales de comportamiento y no son
tolerados, sino con un cierto embarazo, en las relaciones sociales.
Es
legítimo preguntarse si la aceptabilidad social constituye una norma de
comportamiento digna de un cristiano. El Evangelio proclama unas verdades y
postula unas actitudes que no son siempre fáciles de aceptar desde el punto de
vista social. La cuestión se plantea así: ¿Cuáles son los criterios de
comportamiento de un cristiano? ¿Las costumbres de una sociedad determinan
plenamente sus normas de moralidad?
3.
¿Excesiva importancia atribuida al don de lenguas?
Ya
hemos hablado de la cuestión de la glosolalia(26) en la segunda parte,
«Fundamento teológico», y la volveremos a encontrar en la quinta parte,
«Orientaciones pastorales». A medida que pasa el tiempo las exageraciones que
han podido producirse en este dominio, tienden a desaparecer. La Renovación
toma conciencia, cada vez con más fuerza, de su verdadera finalidad: la
plenitud de vida en el Espíritu Santo y el ejercicio de sus dones en vista de
la proclamación de Jesús como Señor.
4.
¿Huida del compromiso temporal?
Hay
que abordar el problema de la relación entre una experiencia espiritual, tal y
como es vivida en la Renovación, y el compromiso del cristiano en la
construcción de un mundo más justo y fraternal. Esta cuestión tan compleja no
puede tratarse aquí de forma exhaustiva.
La
estrecha unión que existe entre experiencia espiritual y compromiso social se
desprenderá progresivamente de la vida de la Renovación. En muchos lugares está
ocurriendo ya. Así en México, y en otros países de América Latina, algunos
cristianos comprometidos desde años en la lucha contra la opresión económica y
política, declaran que han encontrado en la Renovación motivos para su
compromiso social(27) . Han encontrado en ella la inspiración de un compromiso
más responsable y más fraternal. Otros afirman que la Renovación les ha
revelado la manera cómo se unen su fe cristiana y sus preocupaciones sociales.
Algunos grupos de América del Norte y de Europa han experimentado también la
misma reconciliación de experiencia espiritual y compromiso social. En muchos
grupos, sin embargo, esta reconciliación debe todavía realizarse.
Para
hacerlo conviene tomar en consideración los elementos siguientes. Por una parte
la enseñanza social de la Iglesia, sobre todo los encíclicas papales y la
Constitución pastoral sobre «La Iglesia en el mundo actual» (Gaudium et Spes),
donde se manifiesta claramente que el Espíritu invita a la Iglesia, hoy más que
nunca, a estar activamente presente en la promoción de la justicia y la paz
para todos los hombres. Por otra parte, los frutos evidentes de la Renovación
Carismática llevan también la marca de la llamada del Espíritu dirigida a toda
la Iglesia. El Espíritu Santo, fuente divina de comunicación y reconciliación,
no puede contradecirse. Las dos llamadas del Espíritu, a la renovación
espiritual y al compromiso social, son indisociables.
La
Renovación, es cierto, es esencialmente un acontecimiento espiritual y, en
cuanto tal, no puede considerarse como un programa de estrategia social y de
política cristiana. Sin embargo, como lo fue ya en el nacimiento de la Iglesia
en Pentecostés, la Renovación es un acontecimiento que reviste una dimensión
pública y comunitaria. Ha originado diversas formas de comunidades que no son
exclusivamente espirituales y pueden identificarse sociológicamente. La
Renovación, por lo tanto, parece ser portadora de un poderoso dinamismo social.
Sería
preciso añadir algo más a propósito de las potencialidades de esas comunidades
y grupos de oración como fuerzas sociales. Una comunidad o un grupo de oración
constituye una zona de libertad, de confianza y participación mutua, en cuyo
seno las relaciones interpersonales pueden alcanzar un profundo nivel de
comunión, gracias a una apertura común al Espíritu de amor. De gran importancia
para las potencialidades de estos grupos es el factor de la amplia
participación de todos en la vida de la comunidad (28). Cada uno de los
miembros es invitado a participar en la vida de oración y en la edificación de
la asamblea, al igual que en ciertas formas de servicio o de ministerio hacia
el grupo. Esto tiende a hacer del grupo una comunidad de intensa participación,
por lo que la vida del grupo constituye una experiencia social significativa
que no puede dejar de tener un impacto en otras áreas de relaciones humanas,
por ejemplo en el dominio económico. La primera comunidad cristiana ofrecía un
ejemplo notable de un grupo de participación intensa cuyo dinamismo interno
tenía implicaciones sociales y económicas: «Todos los creyentes vivían unidos y
tenían todo en común vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio
entre todos, según la necesidad de cada uno» (Hech 2, 44-45).
La
oración privada y colectiva ha dado a menudo un poderoso impulso a la acción,
purificándola de todo orgullo, odio o violencia. Además, la experiencia de la
oración carismática no cesa de recordar que la supresión de la injusticia
social requiere, al mismo tiempo que un análisis competente y medios de acción
adecuados en materia política, económica y social, una conversión incesante de
corazón (metanoia) que sólo puede lograrse mediante la acción del Espíritu
Santo y la aceptación del Evangelio. Las personas y grupos de tendencias
políticas opuestas, que el Espíritu Santo y el Evangelio reconcilian en el
arrepentimiento, la intercesión y la alabanza, se sienten llevados a extender
esta reconciliación, por medidas muy concretas, al dominio social, económico y
político. En el Espíritu Santo toda la creación es llevada a la comunión.
Podemos esperar que un proceso de maduración arrastrará a la Renovación en la
línea de nuevas actividades sociales y políticas en la Iglesia y en el mundo.
Una renovación que logre su madurez, dará testimonio de la totalidad del
misterio de Cristo y de su Evangelio, participando en la liberación completa de
la humanidad.
5.
¿Una renovación importada del protestantismo?
La
existencia de movimientos de renovación parecidos (tales como el
Pentecostalismo clásico o el Neopentecostalismo), anteriores a la renovación
católica, pueden dar la impresión de que la Renovación es esencialmente un
producto de importación protestante. Es exacto que, cronológicamente, la
renovación protestante ha precedido a la católica. Sin embargo su fundamento no
es otro que el de la tradición católica. Este fundamento se encuentra, en
efecto, en el testimonio del Nuevo Testamento y en la vida de la Iglesia
primitiva, algo poseído en común con los católicos. Lo que encarna la
Renovación es, pues, tan cristiano y católico como la Escritura y la
experiencia de la Iglesia post-apostólica (29)
Aunque
los movimientos protestantes hayan precedido a la renovación católica, ésta,
desde sus inicios, fue consciente de que no se trataba de tomar, sin
criticarlas previamente, la exégesis fundamentalista y la teología sistemática
de algunas de esas tradiciones. Además había que evitar, igualmente, adoptar en
la renovación católica, sin examen crítico, ciertas expresiones culturales
propias de tradiciones protestantes.
La
renovación católica reconoce, sin embargo, su deuda de gratitud para con los
hermanos protestantes que han llamado su atención sobre elementos que
pertenecen al testimonio del Nuevo Testamento y a la naturaleza de la Iglesia.
La renovación católica reconoce también en la renovación que se manifiesta
entre nuestros hermanos protestantes, un movimiento auténtico del Espíritu
Santo.
Es
oportuna señalar que la Renovación Carismática actual no es el primer
movimiento de renovación en la historia de la Iglesia, y que tampoco es el
único movimiento de renovación que anima en la actualidad la vida de la
Iglesia. El cardenal Newman hablaba del «vigor crónico» que permitía a la
Iglesia renovarse sin cesar. Ella lo hace en virtud de sus fuentes que son
constitutivas de su naturaleza y que pertenecen a su estructura interna. Estas
fuentes son esos dones que le han sido dados porque es el pueblo de Dios, el
cuerpo de Cristo y el templo del Espíritu Santo.
6.
¿Fundamentalismo bíblico?
Uno
de los frutos más importantes de la Renovación es un profundo amor a la
Escritura. En las reuniones de oración se lee y saborea la Escritura como un
acto de oración, en el espíritu de la lectio divina tradicional.
Esta
forma espontánea, léase popular, de recurrir a la Escritura, ¿supone un peligro
de fundamentalismo bíblico? Es necesario situar debidamente la cuestión. Lo que
algunos consideran fundamentalismo, podría no serlo del todo. Así, algunos
exegetas recientes creen poder interpretar las curaciones realizadas por Jesús,
relatadas en los Evangelios, como narraciones simbólicas, sin referencia
directa a la historia. Cuando laicos, desprovistos de formación técnica,
consideran esos relatos como históricos, su interpretación no es
fundamentalista por ello; incluso puede que su interpretación sea preferible a
la de los exegetas, expertos en ciertas disciplinas científicas, pero poco
cuidadosos en leer las Escrituras como creyentes según su sentido «espiritual».
La
mayor parte de los grupos de oración y de las comunidades, cuentan además con
sacerdotes y laicos competentes en materia bíblica. Sin embargo es importante
subrayar que no es indispensable que cada creyente que lee la Biblia sea un
exegeta cualificado, ni que cada grupo de oración tenga que contar con un
exegeta entre sus miembros. Todo cristiano puede y debe acercarse a la Biblia
con sencillez, porque es el libro del pueblo de Dios. Siempre que permanezca
dispuesto a dejarse iluminar por la interpretación que le ofrece la fe viviente
de la Iglesia, no corre el peligro de caer en esa interpretación individual y
en ese literalismo estrecho que definen el fundamentalismo.
E)
ORIENTACIONES PASTORALES
Ante
la imposibilidad de tratar todos los aspectos pastorales de la Renovación, nos
contentaremos con abordar algunos problemas particulares. Somos conscientes del
carácter provisional de estas orientaciones que hablan de la Renovación de
acuerdo con las modalidades que ha asumido hasta el presente. No tenemos la
intención de fijar la Renovación en su forma actual, ni de prejuzgar las
evoluciones ulteriores que puedan nacer bajo la inspiración del Espíritu Santo
(30).
Queriendo
permanecer en la Iglesia y de la Iglesia, este movimiento estima que, cuanto
más crezcan sus miembros en Cristo, más se integrarán, igualmente, los
elementos carismáticos en la vida cristiana, sin perder nada de su poder ni de
su eficacia, y serán considerados cada vez más como «cristianos» y cada vez
menos como «pentecostales» o «carismáticos»(31) .
La
experiencia ha demostrado que este proceso de, maduración, que debe conducir a
una integración más completa en la vida de la Iglesia, requiere una etapa
inicial caracterizada por la formación de «grupos», cuyo foco principal es la
Renovación Carismática. Sin pretender que los carismas no se manifiestan sino
en el seno de los grupos carismáticos de oración, se puede establecer una
distinción entre los «grupos de oración espontánea» y los grupos que existen en
la línea de la Renovación Carismática.
1.
Estructuras y organización
Aunque
un mínimo de organización y de estructuras sea necesario, se puede sin embargo
considerar el fenómeno actual como una renovación en el Espíritu o, de forma
más precisa, como una renovación de la vida bautismal (bautismo, confirmación,
eucaristía) y no ante todo como un «movimiento organizado». En efecto, las
estructuras operativas existentes en la Renovación corresponden a los servicios
a prestar y no a una organización de tipo jerárquico. Por esta razón la parte directiva
incluida en estas estructuras no comporta ningún carácter jurídico. Parece
preferible mantener estructuras nacionales e internacionales muy flexibles que
permitan un discernimiento mucho mayor de lo que «ocurre» en la Iglesia.
Uno
de los desarrollos más importantes de la Renovación católica es la
profundización del sentido comunitario. Esta evolución hacia la comunidad
reviste formas distintas: asociaciones de tipo informal, grupos de oración,
comunidades vida, etc. A través de estas expresiones comunitarias, la
Renovación testimonia que la vida en Cristo por el Espíritu, no es únicamente
privada e individual. En estas comunidades se encuentran posibilidades de
instrucción, de ayuda mutua, de plegaria común, de consejo, al igual que una
aspiración hacia una comunidad más vasta. La Renovación desea favorecer una
gran variedad de estructuras comunitarias. Al tiempo que se alegran del
desarrollo de las «comunidades de vida» (es decir grupos en los que los
miembros se ligan a la comunidad y a su vida por un compromiso específico),
muchos miembros de la Renovación están de acuerdo en reconocer que un paso
prematuro hacia una comunidad de vida puede ser perjudicial (32). El estilo de
vida que se requiere en semejantes comunidades, no representa necesariamente el
ideal a perseguir por todos los grupos carismáticos.
Es
normal que la Renovación contribuya según modalidades muy distintas al resurgir
eclesial. Es también legítimo que la formación doctrinal propuesta a los que
quieren integrarse en el movimiento, al igual que las estructuras o el estilo
de organización nacional o regional, se diversifiquen según las necesidades de
cada situación.
Los
miembros de la Renovación deben la misma obediencia que los otros católicos a
los pastores legítimos y gozan como ellos de la libertad de opinión y del
derecho de dirigir una palabra profética a la Iglesia. Se adhieren a las
estructuras de la Iglesia en cuanto expresan su realidad teológica, y guardan
plena libertad en relación con los aspectos puramente sociológicos de esas
estructuras.
2.
La dimensión ecuménica
Es
evidente que la Renovación Carismática es ecuménica por su misma naturaleza.
Numerosos protestantes neopentecostales y pentecostales clásicos viven la misma
experiencia y se unen a los católicos para dar testimonio de lo que el Señor
opera entre ellos. La Renovación católica se alegra de lo que el Espíritu Santo
realiza en el seno de otras Iglesias. El Vaticano II ha invitado a los
católicos «a no olvidar que todo lo que sucede por la gracia del Espíritu Santo
en nuestros hermanos separados, puede contribuir a nuestra edificación»
(Unitatis Redintegratio, 4).
Sin
juzgar aquí los méritos respectivos de otras culturas eclesiales, admitimos
plenamente que cada Iglesia intenta realizar la renovación en la línea y según
las modalidades de su propia historia. Esto vale igualmente para los católicos.
Es
preciso mucho tacto y discernimiento para no extinguir lo que el Espíritu está
a punto de obrar, en las Iglesias, para reunir a los cristianos. Una delicadeza
semejante se precisa para que la dimensión ecuménica de la Renovación no se
convierta en ocasión de división y en piedra de tropiezo. Una gran sensibilidad
para con las necesidades y las concepciones de los miembros de otras Iglesia es
perfectamente compatible con la fidelidad de los católicos o de los
protestantes a sus propias Iglesias. En los grupos ecuménicos hay que vigilar
para ponerse de acuerdo sobre la forma de preservar la unidad fraternal sin
dañar la autenticidad de la fe de cada miembro. Este acuerdo, realizado en un
espíritu ecuménico, debe formar parte de la instrucción otorgada a todos los
que desean integrarse en la vida de un grupo de oración.
3.
La acción carismática del Espíritu
En
el seno de la Renovación hay dos formas de concebir la naturaleza de los
carismas.
Para
algunos los carismas proféticos (profecía, lenguas, curaciones) son dones en el
sentido de que el beneficiario adquiere una capacidad radicalmente nueva, goza
de una facultad de la que no disponía anteriormente. Esta concepción subraya la
acción de Dios que dota a la comunidad cristiana de capacidades de un «orden
diferente» que no poseen las demás comunidades. Estos «poderes» no son una
simple reorientación y elevación sobrenatural de capacidades naturales. Según
esta forma de ver las cosas, Dios comienza a actuar, en la comunidad, de una
manera nueva y que, aparentemente, reviste el carácter de una intervención más
allá de la historia. Los que mantienen esta opinión consideran este acto de
Dios en la comunidad como «milagroso». Conceden, por tanto, una gran
importancia a la novedad de los carismas y a la forma en que se distinguen de
las facultades naturales elevadas por la Iglesia.
Otros
miembros de la Renovación, entre los que se encuentran numerosos teólogos y
exegetas, consideran los carismas como una «dimensión» nueva que toma la vida
de la comunidad bajo la poderosa acción del Espíritu. La novedad consiste en la
animación por el Espíritu -de forma más o menos extraordinaria- de una
capacidad que pertenece a la plenitud de la humanidad. En esta perspectiva, el
hablar en lenguas, la profecía, no les parecen radical y esencialmente
diferentes de la verbalización que se produce también en las culturas no
cristianas; se diferencian -como todo carisma respecto a los dones naturales-
por su modo (33)y su finalidad. Son sobrenaturales no sólo porque están
orientados hacia el servicio del Reino, sino porque se realizan por la fuerza
del Espíritu. Los miembros teológicos de la Renovación llaman justamente la
atención sobre el peligro que supone exagerar el carácter sobrenatural y
milagroso de los carismas, como si cada manifestación del Espíritu constituyera
algo milagroso. Subrayan también la ambigüedad de toda acción humana, sobre
todo cuando es religiosa.
Por
otra parte todos están de acuerdo en poner en guardia contra una concepción de
los dones que los redujera a no ser sino simples expresiones de estados
psicológicos o a no cumplir sino algunas funciones puramente sociológicas.
Aunque un carisma esté en relación con capacidades que pertenecen a la plenitud
de la naturaleza humana, no es propiedad de una persona, porque es un don y una
manifestación del Espíritu (1 Cor 12, 7). El Espíritu dispone soberanamente de
sus dones y actúa con demostración de poder. Esta es la razón por la que los
que aceptan la interpretación de la mayor parte de los teólogos y exegetas, no
contestan la realidad de las intervenciones inmediatas de Dios en el seno de la
historia, tanto en el pasado, como en el presente y en el futuro.
4.
El don de lenguas
La
función esencial de carisma de lenguas es la oración. Parece estar asociado, de
forma específica, a la oración de alabanza: «...todos les oímos hablar en
nuestra lengua las maravillas de Dios» (Hech 2, 11). «...el don del Espíritu
había sido derramado también sobre los gentiles, pues les oían hablar en
lenguas y glorificar a Dios» (Hech 10, 45-46).
Sin
embargo este carisma es el que suscita mayor desconfianza entre las personas
que no están comprometidas con la Renovación. Además le conceden una
importancia que están lejos de atribuirle la mayoría de los grupos
carismáticos. Estos subrayan que la existencia de este don está fundado
exegéticamente y que era corriente en algunas comunidades neotestamentarias.
Atestiguado en los escritos paulinos y en los Hechos, el don de lenguas no se
menciona, sin embargo, en los evangelios, si no es en el final de Marcos y como
de pasada, en un versículo que es canónico pero probablemente no de Marcos:
«Éstas son las señales que acompañarán a los que crean: «en mi nombre
expulsarán demonios, hablarán en lenguas nuevas...» (Mc 16, 17). Este don,
humilde, pero espiritualmente beneficioso para algunos, no pertenece a lo
esencial del mensaje evangélico.
Es
difícil valorar correctamente la importancia de este carisma aislándolo del
marco de la oración. El «hablar en lenguas» permite a los que gozan de este
carisma orar a un nivel más profundo. Es preciso comprender este don como una
manifestación del Espíritu en la oración. Si algunas personas estiman este
carisma, es porque aspiran a orar mejor, y a ello les ayuda precisamente el
carisma de las lenguas. Su función se ejerce principalmente en la oración
privada.
La
posibilidad de orar de forma preconceptual, no objetiva, tiene un valor
considerable para la vida espiritual: permite expresar por un medio
preconceptual lo que no se puede expresar conceptualmente. El orar en lenguas
es para la oración normal, lo que la pintura abstracta, o no figurativa, para
la pintura ordinaria. La oración en lenguas actualiza una forma de inteligencia
de la que incluso los niños son capaces (34). Bajo la acción del Espíritu el
creyente ora libremente sin expresiones conceptuales. Es una forma de orar
entre otras. Pero la oración en lenguas ocupa a la totalidad de la persona,
incluidos sus sentimientos, sin que esté necesariamente ligada a una excitación
emocional.
Este
carisma se está haciendo cada vez más frecuente en la Iglesia contemporánea.
Esta es la razón por la que los especialistas de nuestros días investigan
exegética y científicamente sobre él. Es preciso, por ejemplo, llevar a cabo
serias investigaciones para determinar si el don de lenguas, en ciertos casos,
se expresa en una lengua conocida, o no. Pero es evidente que lo esencial de la
renovación no reside en el don de lenguas. Es igualmente claro que la
renovación católica no lo vincula de forma necesaria a las realidades
espirituales recibidas en los sacramentos de iniciación.
La
Renovación Carismática no tiene como objetivo, evidentemente, el lograr que
todos los cristianos oren en lenguas. Desea, sin embargo, llamar la atención
sobre la totalidad de los dones del Espíritu -entre los que se encuentra el de
lenguas- y abrir las Iglesia locales a la posibilidad de una manifestación de
todos esos dones entre sus fieles. Estos dones pertenecen a la vida normal,
cotidiana, de la Iglesia local y no deberían ser considerados como
excepcionales o extraordinarios.
5.
El don de profecía
En
el Antiguo Testamento el Espíritu estaba tan ligado a la profecía que se
pensaba que cuando el último de los profetas muriera, el Espíritu abandonaría
Israel.
Según
el profeta Joel la edad mesiánica comenzará cuando el Señor derrame su Espíritu
sobre toda la humanidad: «Decidlo a vuestros hijos; que vuestros hijos lo digan
a sus hijos, y sus hijos a la generación siguiente» (Jl 1, 3).
En
el nuevo Israel el Espíritu no se derrama solamente sobre algunos profetas
elegidos, sino sobre toda la comunidad: «quedaron todos llenos del Espíritu
Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía
expresarse» (Hech 2, 4). «Acabada su oración, retembló el lugar donde estaban
reunidos, y todos quedaron llenos del Espíritu Santo y predicaban la palabra de
Dios con valentía» (Hech 4, 31). La Iglesia primitiva consideraba este don del
Espíritu como el privilegio exclusivo de los cristianos. Para muchos de los
cristianos de esta época -pero no para S. Pablo-, el don de profecía era la
manifestación suprema del Espíritu en la Iglesia. Dado que según el testimonio
del Nuevo Testamento el Espíritu era el agente creador de la vida en la
Iglesia, no dudaban en afirmar -como el mismo S. Pablo- que los cristianos
forman parte de «una construcción que tiene como cimiento los apóstoles y los
profetas» (Ef 2, 20). S. Pablo coloca a los apóstoles a la cabeza de los
carismáticos y más de una vez menciona a los profetas inmediatamente después de
los apóstoles: «Y así los puso Dios en la Iglesia, primeramente como apóstoles;
en segundo lugar como profetas...» (1 Cor 12, 28). «Misterio que en
generaciones pasadas no fue dado a conocer a los hombres, como ha sido ahora revelado
a sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu» (Ef 3, 5). «El mismo dio a
unos ser apóstoles; a otros profetas; a otros evangelizadores; a otros pastores
y maestros» (Ef 4, 11). Admitido que el Espíritu Santo es como el origen y
fuente de toda la vida eclesial, también el profeta tenía su plaza fundamental
en el ministerio y misión de la Iglesia.
El
carisma de profecía pertenece, pues, a la vida ordinaria de toda Iglesia local
y no debe considerarse como una gracia excepcional. Una profecía auténtica nos
permite conocer la voluntad y la palabra de Dios, proyecta la luz de Dios sobre
el presente. La profecía exhorta, advierte, reconforta y corrige; contribuye a
la edificación de la Iglesia (1 Cor 14, 1-5). Es preciso usar juiciosamente de
la profecía, sea predictiva o directiva. No se puede actuar en conformidad con
una profecía predictiva sino después de haberla comprobado y haber obtenido
confirmación por otros medios.
Como
ocurre con otros dones, una declaración profética puede variar en calidad, en
poder y en pureza. Está también sujeta a un proceso de maduración. Además las
profecías pueden ofrecer una variedad de tipos, modos, finalidades y
expresiones. La profecía puede ser simplemente una palabra de ánimo, una
admonición, un anuncio, o una orientación para la acción. No se puede, por
tanto, recibir e interpretar todas las profecías de una misma forma.
El
profeta es miembro de la Iglesia y no está de ninguna manera por encima de
ella, aunque tenga que confrontarla con la voluntad y la Palabra de Dios. Ni el
profeta ni su profecía constituyen por ellos mismos la prueba de su propia
autenticidad. Las profecías han de someterse a la comunidad cristiana y a los
que ejercen las responsabilidades pastorales. «En cuanto a los profetas, hablen
dos o tres, y los demás juzguen» (1 Cor 14, 29). Cuando sea necesario deben
someterse al discernimiento del obispo (Lumen Gentium, 12).
6.
La liberación del mal
Los
autores del Nuevo Testamento estaban convencidos de que el poder de Jesús sobre
los demonios era un signo de la presencia del Reino de Dios (Mt 12, 8) y de la
naturaleza específica mesiánica del poder espiritual ejercido por Jesús. Por
ser el Mesías tiene poder sobre los demonios y lo ejerce por el Espíritu Santo
(Mt 12, 28). Cuando envió a sus discípulos con la misión de proclamar el Reino
mesiánico, les dio «autoridad sobre los espíritu impuros» (Mc 6, 10; Mt 10, 1).
Durante el período post-apostólico este aspecto del testimonio neotestamentario
se incorporó a los ritos prebautismales del catecumenado y algunos elementos
subsisten todavía en nuestro rito bautismal actual.
La
renovación Carismática se ha fijado en este aspecto del testimonio
neotestamentario y en esta historia post-apostólica. Eliminar por completo este
aspecto de la conciencia cristiana significaría una infidelidad para con el
testimonio bíblico. En la Renovación Carismática, como lo prueba la
experiencia, algunas personas han recibido una apreciable ayuda de un
ministerio autorizado que se ha dedicado a vencer la influencia demoníaca. Es
cierto, también, que esta influencia no debe considerarse necesariamente como
una «posesión». Es preciso evitar una preocupación excesiva en relación con lo
demoníaco y una práctica irreflexiva del ministerio de la liberación. Una y
otra serían una distorsión de los datos bíblicos y perjudicarían la acción
pastoral.
Esforzándose
por evitar una interpretación fundamentalista de la Escritura, la Renovación
llama la atención sobre la importancia de las curaciones en el ministerio de
Jesús. Entre los poderes del Mesías se encuentra el de curar los enfermos:
«Entonces se despegarán los ojos de los ciegos, y las orejas de los sordos se
abrirán. Entonces saltará el cojo como un ciervo, y la lengua del mudo lanzará
gritos de júbilo» (Is 35, 5-6). «En aquel momento curó a muchos de sus
enfermedades y dolencias y de malos espíritus, y dio vista a muchos ciegos. Y
les respondió: «Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído: Los ciegos ven,
los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos
resucitan, se anuncia a los pobres la Buena Nueva» (Lc 7, 21-22): Este aspecto
del ministerio de Jesús forma de tal modo parte integrante de su autoridad que,
en los relatos de su actividad, está ligado a la predicación del Evangelio:
«Recorría Jesús toda Galilea, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena
Nueva del Reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo» (Mt 4,
23).
Estas
curaciones son signos que invitan a la fe en Jesús y en el Reino. Cuando el
Mesías confía a sus discípulos su misión apostólica, les manda hacer lo que él
mismo hace: «Y llamando a sus doce discípulos, les dio poder sobre los
espíritus inmundos para expulsarlos, y para sanar toda enfermedad y toda
dolencia» (Mt 10, 1). «Sanad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos,
expulsad demonios» (Mt 10, 8). La orden de predicar el Evangelio incluye el
poder de sanar a los enfermos y de proclamar: «El Reino de Dios está cerca de
vosotros» (Lc 10, 9). Después de la resurrección y de la ascensión de Jesús,
las curaciones realizadas por los discípulos proclaman que Jesús, que ha
resucitado y subido al cielo, está sin embargo presente en la Iglesia mediante
el poder de su Espíritu: «Por mano de los apóstoles se realizaban muchas
señales y prodigios en el pueblo... hasta tal punto que incluso sacaban los
enfermos a las plazas y los colocaban en lechos y camillas, para que al pasar
Pedro, siquiera su sombra cubriese a alguno de ellos» (Hech S, 12-15).
La
Renovación desea volver a integrar este aspecto del testimonio bíblico y de la
experiencia post-apostólica en la vida actual de la Iglesia. Ésta es la razón
por la que promueve toda reflexión sobre la relación que existe entre curación
y vida sacramental, sobre todo la eucaristía, la penitencia y la unción de los
enfermos. Una de las tareas de la Renovación es proponer modelos para el
ejercicio del ministerio de curación en un contexto sacramental explícito o
implícito. Es evidente que el carisma de curación no debe impedir el que se
recurra a los cuidados médicos; este carisma y la ciencia médica son, en planos
diferentes, instrumentos de Dios que es el único que cura.
Al
tiempo que se aborda seriamente el testimonio del Nuevo Testamento sobre el
ministerio de la curación, no se debe perder de vista que una aproximación fundamentalista
a estos textos comprometería la revalorización de los carismas. No se puede
entender este ministerio como si fuera algo que eliminara el misterio del
sufrimiento redentor.
7.
La imposición de las manos
La
imposición de las manos, tal y como es practicada en la Renovación, no es un
rito mágico ni un signo sacramental (35).En la Escritura reviste una gran
variedad de significados, puede ser una bendición, una oración por la curación
de un enfermo, la transmisión de un ministerio en la comunidad, la petición del
don del Espíritu. En la Renovación Carismática es la expresión visible de la
solidaridad en la plegaria y de la unidad espiritual de la comunidad.
Cuando
la imposición de manos se usa para pedir que el Espíritu Santo, ya recibido en
el sacramento de la iniciación, sea acogido en una experiencia consciente, no
se considera como una repetición de la imposición de manos sacramental que
ejecuta el sacerdote en el bautismo y el obispo en la confirmación. Expresa,
más bien, una plegaria para que el Espíritu ya presente sea más activo en la
vida del individuo y en la comunidad. También significa que los que están
presentes entregan explícitamente a Cristo el don de su persona para un mejor
servicio en la Iglesia. En teología dogmática se considera como un
«sacramental» este uso de la imposición de las manos.
CONCLUSIONES
Es
prematuro hablar de los frutos que la Renovación aporta a la Iglesia. Sin
embargo se pueden indicar algunos dominios en los que la experiencia y la
reflexión teológica de la Renovación han rendido algunos servicios tanto a la
Iglesia local como a la universal.
1.
La Renovación manifiesta un dinamismo notable en el dominio de la
evangelización. La restauración de una relación personal con Jesús y la
experiencia vivida de la fuerza del Espíritu, han logrado que los miembros de
la Renovación sean conscientes de esa «fuerza» que les permite proclamar el
Evangelio, suscitar la fe de los otros y estimularla para que se desarrolle y
crezca.
Recibir
el Espíritu obliga a cambiar de corazón (metanoia) y mueve a llevar a los otros
al reconocimiento del señorío de Jesús.
El
movimiento ha intentado actualizar formas de evangelización capaces de hacer
oír, a las sociedades y a los individuos del mundo no cristiano, la llamada
evangélica a creer en Jesucristo y a seguirle como Señor y Salvador.
En
diversos países ha elaborado programas de catequesis para adultos, procurando
lograr un compromiso personal y auténtico para con Jesús y su Iglesia.
Esta
catequesis insiste tanto sobre el contenido de la fe, como sobre la necesidad
de un encuentro personal con Jesús; también conduce a menudo a un compromiso
renovado y a una participación más activa en el culto y en la misión.
2.
La relación con Cristo es vivida en su dimensión comunitaria. Nadie va solo
hacia Dios; se va en comunidad, en cuanto miembro del Cuerpo de Cristo, del
pueblo de Dios.
Esta
toma de conciencia explica por una parte el desarrollo impresionante de las
comunidades: grupos de oración, comunidades de vida. Son desarrollos legítimos.
La
insistencia sobre la comunidad, en cuyo seno laicos y sacerdotes viven en
común, contrasta con el individualismo de nuestro tiempo. Una vida comunitaria
de este tipo reposa sobre diversos ministerios basados en los carismas, en ella
reina un intercambio de servicios mutuos. Todos los miembros de estas
comunidades participan activamente en la oración y se puede ver en ello una
expresión de la naturaleza de la Iglesia. La Renovación no pretende, sin
embargo, aferrarse a ninguna forma o estructura, permanece abierta a todo lo
que el Señor espera de ella y a las necesidades siempre nuevas de la Iglesia y
del mundo.
Se
comprende, por tanto, que se desarrolle, en la Renovación, un profundo amor a
la Iglesia y una confiada fidelidad para con sus pastores.
3.
La experiencia del poder del Espíritu no produce únicamente una toma de conciencia
de la realidad y de la presencia de Jesús; hace nacer, igualmente, una nueva
especie de deseo: deseo de oración (especialmente de alabanza) y deseo de la
Palabra de Dios. Esta presencia de Dios permite establecer relaciones
personales en un nivel de mayor profundidad. Así se explica que muchos hayan
experimentado una renovación en su vida matrimonial o una comunión más profunda
en sus relaciones familiares y profesionales. Experimentando conscientemente
las gracias bautismales, muchos cristianos han llegado a redescubrir, no sólo
el bautismo y la eucaristía, sino toda la vida sacramental.
4.
Toda forma de renovación incluye una referencia a los orígenes de la Iglesia, a
la vida de las comunidades primitivas y a su fuente de vida: el Espíritu Santo.
Pero no hay que olvidar que el Espíritu Santo y sus carismas no han estado
jamás ausentes en la historia de la Iglesia. Así se explica el interés de la
Renovación por las manifestaciones carismáticas del Espíritu. Aunque esto sea
legítimo, se podría tener la impresión de que la Renovación tiende a
privilegiar algunas doctrinas, prácticas o realidades neatestamentarias, en
particular los carismas, y a exagerar su importancia en el Nuevo Testamento. En
realidad la Renovación pide simplemente a la Iglesia que reconozca que los
escritos neotestamentarios no aíslan el Espíritu de su manifestación en los
carismas, ni los carismas de la proclamación integral del Reino. El Espíritu y
la totalidad de sus dones forman parte integrante del Evangelio de Jesús, y las
comunidades primitivas los han considerado indisolublemente unidos a la noción
de «cristiano» v a la vida eclesial. La Renovación no intenta crear, en el seno
de la Iglesia, un grupo particular que se especializaría en el Espíritu Santo y
en sus dones; busca más bien favorecer la renovación de la Iglesia local y
universal suscitando un redescubrimiento de la plenitud de vida en Cristo por
cl Espíritu, y esto incluye también los carismas.
5.
La Renovación ve, en la enseñanza social de la Iglesia, un signo evidente de
que el Espíritu llama a estar activamente presente en la promoción de la
justicia y de la paz para todos los hombres. Los que están ya comprometidos en
programas de reforma social descubren que la Renovación los pone al servicio de
los demás en un nivel más esencial.
6.
Comprobamos, finalmente, una estimación renovada por la vocación sacerdotal y
por la vocación religiosa, al igual que una profundización de esas vocaciones
en los que se encontraban ya comprometidos.
Como
Juan XXIII, Pablo VI ha declarado, en la audiencia general del 29 de noviembre
de 1972 (36) : «La Iglesia tiene necesidad de un continuo Pentecostés». La
Renovación Carismática es una de las manifestaciones de este Pentecostés.
Todos
los que tienen responsabilidad pastoral deberían permanecer abiertos a esta
manifestación -y a otras- de la presencia y de la fuerza del Espíritu. Los que
están comprometidos en la Renovación invitan a los obispos y a los sacerdotes a
participar en sus reuniones, a fin de que descubran la Renovación internamente
y reciban información de primera mano sobre su naturaleza. Sería rechazable el
que no la conozcan sino externamente y de oídas.
Haciéndose
eco de la palabra del Apocalipsis: «Estad atentos a lo que el Espíritu dice a
las iglesias» (Ap 2, 17), la Renovación pide a los que presiden las Iglesias
«no extingáis el Espíritu... examinadlo todo y quedaos con lo bueno» (1 Tes 5,
19-21).
BIBLIOGRAFIA
SOBRE LA RENOVACIÓN CARISMÁTICA CATÓLICA
Una
bibliografía exhaustiva exigiría ya demasiadas páginas. La presente
bibliografía, en la que se presentan principalmente las publicaciones en
lenguas románicas, es selectiva. En un apéndice final se encontrarán algunas
obras básicas sobre el Pentecostalismo Clásico. La ordenación de estos escritos
responde a un proceso razonable y temático, pensado en un servicio práctico a
los lectores.
1.-
CENTROS DE DOCUMENTACIÓN
Distribution
Center. Charismatic Renewal Services Inc., 237 North Michigan.
South Bend, Indiana 46601. Este centro difunde libros,
discos y cassettes, bajo el nombre de Servant Publications. (Servant Books;
Servant Music; Servant Cassettes).
Servicios
de Renovación Carismática Católica Inc., Apartado 1, Aguas Buenas. Puerto Rico
00607. Es un centro importante, de lengua castellana, de documentación y
propaganda de la Renovación Carismática, bajo el nombre de Publicaciones Nueva
Vida.
Secretaría
de la Coordinación Nacional. Renovación Carismática Católica, c/ Almagro, 25.
Madrid-4.
Servicios
de la Renovación Carismática. C/ Modolell, 41. Barcelona-21. Teléfono 211 04
50.
1977
International Directory of Catholic Charismatic Prayer Groups. Anuario donde se indican las direcciones de los diversos grupos a nivel
internacional, sus responsables, y los días y lugares de oración, etc... Esta
edición incluye más de 4.500 grupos. La confrontación de las diversas ediciones
permite constatar el progreso de la Renovación Carismática advirtiendo que no
todos los grupos han podido ser inventariados.
NOTAS
1.
Este texto, elaborado por Kilian: McDONNELL, OSB., de quien es también la
redacción final, y por los otros miembros del equipo internacional reunidos en
Malinas, ha sido firmado por cada uno de ellos, a saber: Carlos Aldunate; SJ.
(Chile), Salvador Carrillo, MSPS. (México), Ralph Martin (USA), Albert de
Monleon - OIP. (Francia), Kilian McDONNELL, OSB. (USA), Heribert Mühlen
(Alemania), Veronica O'Brien (Irlanda) y Kevin Ranaghan (USA). Los miembros del
equipo internacional expresan su agradecimiento a Paul Lebeau, SJ. y a Marie-André
Houdart, OSB, por la ayuda prestada como secretarios y traductores.
2.
Los teólogos consultados fueron: Avery Dulles, SJ. (USA), Yves Congar, OP.
(Francia), Michael Hurley, SJ. (Irlanda), Walter Kasper (Alemania), René
Laurentin (Francia), y Joseph Ratzinger (Alemania).
3.
Cf. E. D. O'Connor, La Renovación Carismática en la Iglesia Católica. Lasser Press Mexicana, México 1973, J. CONNOLLY, The Charismatic
Movement: 1967-1970, en As the Spirit leads Us, editado por K. y D. RANAGHAN. Paulist Press, Nueva York 1971, pp. 211-232.
4.
Ecclesia nº 1621 (9 diciembre 1972) p. 1685.
5.
Ecclesia nº 1644 (2 junio 1973) p. 671.
6.
Cf. G. HASENHÜTTI, Carisma. Principio fondamentale per l'ordinamento della
Chiesa. Ediz. Dehoniane (Bolonia 1973); K. RAHNER, Lo dinámico en la Iglesia. Herder (Barcelona 1968); W. KASPER, Fe e historia. Sígueme (Salamanca
1974), pp. 253-260.
7.
Cf. K. MCDONNEL - A. BITTLINGER, Baptism in the Holy Spirit as an Ecumenical
Problem. Charismatic Renewal Services (Notre Dame 1972).
8.
Nota en la Biblia de Jerusalén (Desclée, Bilbao) en Juan 1, 33. Cf. R. E. BROWNN, The Johannine Sacramentary Reconsidered. Theological
Studies 23 (1962) pp. 197-199; F. M. BRAUN, Jean le théologien: sa théologie:
le Mystère de Jésus-Christ. GabaIda (Paris 1966), pp. 86-87..
9.
Cf. H. MÜHLEN.Etv, Die Firmung als sakramentale Zeichen der
Heilsgeschichtlichen Selbstüberlieferung des Geistes Christi. Theologie und
Glaube 57 (1967) p. 280.
10.
Adversus Haereses III, 24, 1: PG 7, 966 (Sources Chrétiennes n° 34, p. 401).
11.
Cf. J. KREMER, Begeisterung und Besonnenheit: Zur heutigen Berufung auf
Pfingsten, Geisterfahrung und Charisma. Diakonia 5 (1974) p. 159.
12.
Cf. A. P. MILNER, Theology of Confirmation (Theology Today, 26). Fides (Notre
Dame 1971).
13.
Cf. Adversus Haereses III, 24, 1: PG 7, 966 (Sources Chrétiennes n.9 34, p,
401); V, 6, 1: PG 7, 1136-8 (S.C. n.° 153, pp. 75-77); Démonstration de la
prédication apostolique 99: PO 12, 730-1 (S.C. nº 62, p. 169); Adversus
Marcionem V, 8 (Corpus Christianorum I, 685-688); L. CERFAUX, Le don de
I'Esprit, en Le Chrétien dans la théologie paulienne. Du Cerf (Paris 1962), pp.
219-286; H. MÜHLEN, Der Beginn einer neuen Epoche der Geschichte des Glaubens. Theologie und Glaube 64(1.974) p. 28-45. Este último artículo aparece
resumido en Selecciones de Teología 55 (1975) pp. 207-214.
14.
Cf. K. McDONNEL, The Distinguishing Characteristics of the
Charismatic-Pentecostal Spirituality, One in Christ 10 (1974) pp. 117-128.
15.
Cf. D. MOLLAT, The Role of Experience in New Testament Teaching on Baptism and
the Coming of the Spirit. One in Christ 10 (1974) pp. 129-147.
16.
Cf. J. D. G. DUNN, Baptism in the Holy Spirit (Studies in Biblical Theology,
Second Series, nº 15). Alec R. Allenson (Naperville 1970), pp. 124, 125, 132,
133, 138, 149 y 225.
17.
Cf. G. EBELING, The Nature of Faith. Muhlenberg Press (Philadelphia 1961), p.
102.
18.
107. Cf. W. KASPER, Fe e Historia. Sígueme (Salamanca
1974), pp. 49-81, donde escribe sobre las posibilidades de la experiencia de
Dios en la actualidad.
19.
Cf. F. GRÉGOIRE, Note sur les termes «intuition» et «expérience». Revue
Philosophique de Louvain 44 (1946) pp. 411-415. DE JESÚS, Vida y Obras de San
Juan de la Cruz. BAC (Madrid 1946), pp. 260- 263; S
20.
Cf. CRISÓGON ubida del Monte Carmelo, caps. 29-31 del libro II, pp. 667-675;
GABRIEL DE SANTA MARÍA MAGDALENA, Visions and Revelations in the Spiritual
Life, Newman Press (Westminster 1950), p. 66.
21.
Es preciso evitar el separar un texto particular de san Pablo y elaborar a
partir de él un concepto genérico de carisma. Es inaceptable colocar en una
misma categoría el apóstol y el que habla en lenguas, aunque ellos tengan
ciertas cualidades comunes. Para san Pablo, el apostolado no es un don
espiritual entre otros, ni tampoco es el primero entre todos los dones, sino
que es más bien la totalidad de estos dones: su conjunto se llama la misión.
Aún más, el don de profecía, considerado como una función constitutiva de la
Iglesia, no debe ser confundido con la profecía de la Iglesia postapostólica,
aunque ellos tengan características comunes. Los profetas unidos a los
apóstoles ejercen una función constitutiva (cf. Ef 2, 20), que más tarde los
profetas no tendrán. Ellos eran también beneficiarios de las revelaciones (cf.
Ef 3, 5), las cuales tienen relación con la estructura interna de la Iglesia.
Esto no se dice tampoco de los profetas ulteriores. Cf. H. SCHÜRMANN, Los dones
espirituales de la gracia. La Iglesia del Vaticano II. Dirig. por G. BARAÚNA,
Juan Flors, (Barcelona 1966) vol. I, pp. 579-602. Esta posición de ningún modo
puede identificarse con la que relega los carismas a la edad apostólica.
22.
Cf. W. J. HOLLENWERGER, The Pentecostals. Augsburg Publishing House
(Minneapolis 1972); V. SYNAN, The Holiness Pentecostal Movement. W. B. Eerdmans
(Grand Rapids 1971); C. KRUST, Was wir glauben, lehren und bekennen.
Missionsbuchhandlugn und Verlag (Altdorf bei Nürnberg 1963); D. R. BENNET, The
Holy Spirit and You. Logos International
(Plainfield, Nueva Jersey 1971).
23.
La relación del Espíritu con la vida cristiana se considera aquí dentro de la
unidad del rito de la Iniciación. No es cuestión de abordar el tema de saber
cuántas efusiones del Espíritu pueden existir en aquél. Se sabe que los Santos
Padres han llegado a admitir diversas efusiones del Espíritu en ese rito,
aunque ellos hablen en el contexto de la integridad del rito de la Iniciación.
Cf. J. LECUYER, La confirmation chez les Péres. La Maison-Dieu 54 (1958) pp.
23-52.
24.
Cf. K.D. RANAGHAN, Pentecostales Católicos. Logos
International (Plainfield, Nueva Jersey 1971); D. RAvncFUtv, Baptism in the
Holy Spirit, en As the Spirit Leads us, ed. por K. D. RANAGHAN, Paulist Press
(Nueva York 1971), pp. 8-12; S. B. CLARK, Baptized in the Spirit. Dove
Publications (Pecos Nuevo México 1970), p. 63; S. TUGWELL, Did you receive the
Spirit? Darton, Longman et Todd (Londres 1972) (reimpreso 1975), cc. 5º y 6º;
D. GELPI, Pentecostalism: A theological Viewpoint. Paulist Press (Nueva York
1971), pp. 180-184; H. CAFFARE, Faut-il parler d'un Pentecótisme catholique? Du Feu Nouveau (Paris 1973). Gelpi y Caffarel refieren la experiencia
del Espíritu más bien a la confirmación y no al bautismo. Lo mismo hace en
Alemania H. Mühlen. Cf. Espíritu, Carisma y Liberación. Secretariado Trinitario (Salamanca 1975), p. 242. Cf. también F. A.
SULLIVAN, Baptism in the Holy Spirit: A Catholic Interpretation of the
Pentecostal Experience. Gregorianum 55 (1974) pp. 49-68.
25.
Cf. S. TUGWELL, The Gift of Tongues according to the New Testament. The Expository Times 86 (Febr. 1973) pp. 137-140.
26.
Cf. nota en la Biblia de Jerusalén (Desclée, Bilbao), en Hechos 2, 4
27.
Cf. J. RANDALL, Social Impact: A Mater of Time. New Covenant 2 (Oct. 1972) pp.
4, 27; J. BURKE, Liberation. New Covenant 2 (Nov. 1972) pp. 1-3, 29; F. Mc
NUTT, Pentecostals and Social Justice, New Covenant 2 (Nov. 1972) pp. 4-6 y
30-32.
28.
Cf. S. B. CLARK, Building Christian Communities. Ave Maria Press (Notre Dame 1972).
29.
Cf. K. RANAGHAN, Catholics and Pentecostals..., pp. 136-138.
30.
Cf. J. H. NEWMAN, An Essay on the Development of Christian Doctrine (V, 7). Longmans, Green (Londres 1894), pp. 203-206.
31.
Cf. C.B. BELL, Manual del Equipo. Para el Curso de la Vida en el Espíritu
(México 1972), p. 1; Seminários de Vida no Espírito. Manual
da Equipe. Loyola (Sao Paulo 1975), pp. 11-12.
32.
Cf. C. B. BELL, Charismatic Communities: Questions and Cautions, New Covenant 3
(Jul. 1973) p. 4.
33.
En este sentido escribe G. MONTAGUE, Baptism in the Spirit and Speaking in
Tongues: A Biblical Appraisal. Theology Digest 21 (1973) p. 351. Este ensayo
viene incluido en su libro The Spirit and the Gifts. Paulist Press (Nueva York
1974).
34.
Cf. W. J. SAMARIN, Tongues of Men and Angels. McMillan
(Nueva York 1972), pp. 34-43
35.
Cf. 7. BEHM, Die Handauflegung im Urchristentum in
religionsgeschiehtlichen Zusamenhang Untersucht. A. Deichert (Leipzig 1911); J.
COPPENS, L'imposition des mains et les rites conexes dans le Nouveau Testament
et dans l'Eglise Ancienne. J. Gabalda (Paris 1925); N. ADLER, Laying on of
Hands. Sacramentum Verbi. Herder and Herder (Nueva York 1970).
36. Ecclesia nº 1621 (9 diciembre 1972) p. 1685.
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